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True Story Award 2021

Serie Indestructibles: Margaret aún quiere jugar.

África es el continente del futuro. En esta región del planeta, donde más bebés nacen del mundo, los avances en educación, la irrupción de la energía renovable o la batalla de los movimientos feministas están transformando la realidad africana. Pero miles de niños también se ven expuestos a los estragos de la guerra, el terrorismo, la pobreza o el cambio climático. África es una tierra de contrastes, diversidad y evolución. La serie Indestructibles publicada en La Vanguardia es una mirada a la generación del futuro de África desde diez países del continente. Una recorrido por las historias de diez niños y niñas sobre los logros, los retos y la lucha de un continente complejo, fascinante e indestructible.

1.- Margaret aún quiere jugar. Bad Munu Bo. UGANDA

Margaret no quiere mirar, pero mira y en ese breve instante el mundo se le cae encima. Las escucha reír primero. Las risas brotan de un claro en el bosque más adelante, a la derecha del camino de tierra. Margaret avanza en silencio, descalza, con la espalda erguida y acelera el paso. Lleva una camiseta azul del Chelsea y una falda blanca que se balancea y le roza los gemelos. Al acercarse al bullicio, tensa la mandíbula y mira por el rabillo del ojo. Son seis niñas: juegan a lanzarse una pelota de trapo. Cuando el esférico impacta en el cuerpo de una de ellas y cae al suelo, las chicas gritan, aplauden y se desternillan. Margaret simula no verlas —ya es tarde— y el resto del trayecto se sumerge en un silencio que ya no será igual, una suerte de añoranza plomiza, casi resignación. Porque ella no puede jugar: carga una garrafa en cada mano. Minutos después, mientras llena los recipientes de plástico en un pozo, rompe su mutismo con un hilo de voz, como si su mente acabara de regresar de algún lugar lejano.

—Es un juego de aquí. Se llama ayuu, dice.

Luego calla y al cabo de un rato dice más.

—Cuando las veo, me entran ganas de ir con ellas como antes. Pero ahora ya no tengo tiempo. Sé que ya no volveré a jugar.

Margaret Ayo es una niña. O era. A sus 13 años, la acaban de casar con Joseph Okot, un hombre que le dobla la edad y a quien conoció apenas una semana antes de la ceremonia de matrimonio, que pactaron sus padres a cambio de una dote —un pago de vacas y dinero— con la familia de él. Cuesta discernir si su prudencia es a causa de la timidez o de un terror disimulado. Solo siete semanas atrás, Margaret fue forzada a salir de su hogar, donde vivía con sus padres y hermanos, para trasladarse a Bad Munu, una diminuta aldea de media docena de chozas de adobe en el norte de Uganda. Solo siete semanas atrás, Margaret jugaba divertida a ayuu con sus amigas. Y gritaba, aplaudía y se desternillaba. Solo siete semanas atrás, Margaret aún podía ser la niña que es. Ya no. Su súbita expulsión de la infancia ha llegado con obligaciones: ahora cada mañana se levanta a las seis para preparar el desayuno, trabajar el huerto, ir a buscar agua al pozo, cortar leña, cocinar, machacar cereales, ir de nuevo el huerto, limpiar la casa, conservar semillas para la próxima cosecha y preparar la cena. Ser, en definitiva, lo que los demás esperan: una buena esposa. Una buena niña esposa.
Margaret es más: la cicatriz de todo un continente. Actualmente, de las 700 millones de mujeres en el mundo que se casaron antes de los 18 años, 125 millones son africanas. Según el informe de Unicef Un perfil del matrimonio infantil en África mientras en el resto del mundo se reduce significativamente esta práctica, en el continente africano el descenso es insuficiente: cada año tres millones de niñas son forzadas a casarse con hombres adultos o incluso ancianos en África Subsahariana. Al ritmo actual, y como el crecimiento demográfico africano está disparado y el continente duplicará su población en 30 años, en el año 2050 casi la mitad de los matrimonios infantiles del mundo se producirá en tierras africanas.
En realidad, cuando tras regresar del pozo Margaret se cuelga la azada del hombro y se dirige al huerto a remover la tierra, ratifica su destino. Cada montón de tierra revuelto, cada perla de sudor en su frente, son la confirmación de que su vida de niña esposa estaba escrito de antemano. Porque pese a que las cifras muestran avances globales, todos esos éxitos se olvidan de chicas como Margaret por un motivo insalvable: es campesina. No hay un camino más rápido al altar. Las chicas de zonas rurales tienen el doble de posibilidades de ser casadas cuando son menores que las que habitan en ciudades.

Así ha sido durante generaciones. Fue un atardecer, mientras pelaba cacahuetes con la abuela de su marido, Angom Jebimina, de 52 años, mientras cantaban juntas canciones tradicionales en lengua acholi, cuando la mujer le explicó que también ella fue entregada a los 13 años y él, el abuelo de Joseph, tenía veinte años más y al principio estuvo asustada como ella ahora lo está y es normal. Que es la tradición. Para Margaret, Angom está siendo un apoyo fundamental.

— Ella pasó por los mismo que yo y me dice que no tenga miedo, que Joseph está enamorado de mí. Es una buena mujer.

Para Margaret, esos ratos con Angom antes de que llegue Joseph de recoger las cabras y atarlas bajo el granero son un salvavidas. Con ella se relaja, canta e incluso ríe.

—¡Es que me encanta cantar!, dice.

Y en esa complicidad que cada atardecer se construye entre mujeres que han conocido el mismo miedo y la misma escasez, también se esconde otra condena que atrapa a las que son como ellas, las pobres. Mientras que desde el año 1990, la prevalencia de matrimonios infantiles en las clases más ricas africanas se ha reducido a la mitad, los niveles no han descendido en absoluto entre la población mas pobre. Nada en treinta años.

Margaret sabe que, ante la imposibilidad de salvarse a si misma, su lucha es por sus futuras hijas. La primera vez que lo admite se revuelve en la soledad de su choza, sentada en un colchón en el suelo. La segunda, directamente cuando su marido la escucha.

— Creo que dejé de ser una niña demasiado rápido. No es justo que ocurra de esta forma. Una niña debería ser una niña, debería poder terminar su infancia.

A su lado, Joseph baja la vista y admite que ella tiene razón. Su remordimiento parece sincero. Joseph no es un mal tipo: es trabajador, cariñoso con todos y está atento para que su esposa se sienta bien. Justifica su decisión de esposar a una niña por el contexto —“aquí todos lo hacen así”— o por su orfandad desde los cinco años.

— Me criaron mis abuelos. Quizás por eso busqué a Margaret, para que fuera como mi madre.

Ambos han hablado de tener hijos, pero Joseph niega que hayan tenido relaciones sexuales y dice que esperará hasta cuando ella esté preparada. Margaret le escucha incrédula, pero su batalla es por otro futuro.

— Si Dios me da el regalo de tener hijas, me gustaría que no se casaran tan pronto. Deberían cumplir al menos 18 años antes de casarse, eso sería lo correcto.

En un contexto rural y tradicional como Bad Munu, la rebelión de Margaret al destino fijado de sus hijas es una revolución. También una cuestión de supervivencia. El Banco Mundial calcula que 14 millones de adolescentes de entre 15 a 19 años dan a luz anualmente y que las menores tienen más probabilidades de morir durante el embarazo o el parto y sus hijos de sufrir malnutrición antes de los cinco años. También es economía. En el estudio Educando a las chicas y acabando con el matrimonio infantil: una prioridad para África, el organismo internacional cuantifica el impacto del matrimonio infantil en 63.000 millones de dólares de pérdidas por el coste de que las niñas no accedan al mercado laboral y deban abandonar prematuramente los estudios. La Unión Africana ha tomado cartas en el asunto. El año pasado inició un plan de acción para reducir el matrimonio infantil a partir de promocionar el aumento del acceso de las niñas a la educación y los servicios de salud o del fortalecimiento de las leyes para proteger sus derechos. Solo la prohibición gubernamental no funciona. Aunque en Uganda la ley no permite los matrimonios infantiles, cuatro de cada diez ugandesas son forzadas a casarse antes de la mayoría de edad. En otros países, sí se avanza: en Sudáfrica, Ruanda, Namibia, Yibuti o Suazilandia, los enlaces infantiles son raros o muy minoritarios. La educación es la clave porque cada año adicional de educación secundaria reduce un 7’5% de media el riesgo de contraer matrimonio siendo una niña o dar a luz antes de los 18 años.

Margaret, que abandonó la escuela a los nueve años, no tiene más remedio que adaptarse a su nueva realidad. Y lo intenta con todas sus fuerzas. Incluso, dice, le está empezando a gustar Joseph. Lo que más le atrae de él es su imaginación. Cada noche, cuando el cielo se llena de estrellas, toda la familia se reúne alrededor del fuego y él explica cuentos tradicionales y leyendas. A Margaret esas historias le fascinan y le descubren otros mundos. Y precisamente ese conocimiento y la capacidad de comprender nuevas realidades son el secreto mejor guardado de su plan rebelde.

— Mis hijas irán al colegio —dice—; así no las casarán.


2.- El hambre del pájaro maldito. Kodialani. MALI.

Durante el crepúsculo, justo antes del último rayo de sol del día, Dabi extiende sus cuatro alas de plumas blancas y rojas, emerge del cementerio y sale a cazar niños. Es un pájaro maldito. Cada noche, sobrevuela las aldeas dormidas en busca de madres que hayan ido tarde a coger agua del pozo y lanza su ataque: escupe arena de las tumbas sobre el niño atado a la espalda de la mujer y le embruja. Por eso en el oeste de Mali los niños enferman. Por eso los bebés dejan de comer. Por eso cuando tenía tres años, Kandji casi se muere de hambre. Fue su abuelo Djan Diallo, de 79 años y hechicero de la aldea de Kodialani, quien señaló a aquel pájaro del infierno como culpable de los vómitos, las convulsiones y la extrema delgadez de su nieto. Buscó solución en la magia y la medicina tradicional. Le aplicó ungüentos, le preparó infusiones e invocó a los ancestros.
Kandji no mejoró. A la tercera noche, la madre del pequeño, Kadidia Sangaré, reaccionó: cogió a su hijo y lo llevó al hospital de Kita, la principal ciudad de los alrededores. “Tenía mucha fiebre y lo envolvieron con mantas empapadas en agua fría. Después de cubrirlo, la temperatura le bajó un poco y entonces le pusieron varias inyecciones”. Según los médicos, el pequeño sufría un estado de malnutrición aguda, común en la región. A pesar de la gravedad de su situación, el niño sobrevivió. En la familia, nadie reprochó su error de diagnóstico al abuelo hechicero. Hoy, casi tres años después de aquel episodio que a punto estuvo de costarle la vida, Kandji es un niño sano y reservado que mira con reverencia el aspecto místico de su abuelo Diallo.
Como todos miran al anciano en la aldea. El hombre, que camina encorvado a causa de una hernia, se sabe una eminencia y es uno de los hechiceros más respetados de la zona. Para el hermano de Kandji, Samba, de siete años, es incluso algo más: un maestro. Su abuelo hechicero le ha elegido para transmitirle sus conocimientos. Cada tarde, le lleva a la habitación donde realiza sus rituales — una construcción de adobe separada del resto de la vivienda— y le explica sus secretos. Samba apenas habla y mira hechizado los amuletos hechos con dientes, pelos y cuernos de animales colgados de las paredes sombrías, los recipientes con infusiones de hierbas, las conchas desperdigadas por el suelo o las espadas encantadas. Diallo, que viste una camisa con decenas de gri gris protectores cosidos a la tela, saca de un rincón dos fusiles del siglo XIX que heredó de su padre. Tienen poderes mágicos, asegura.
Samba tiene mucho que aprender. Mientras su abuelo hierve una poción en el fuego sagrado —unos troncos humeantes que sólo él puede encender—, le pide que memorice un conjuro y repita con él.

Ningún viento puede llevarme
Ningún agua puede vencerme
Ningún sol puede quemarme

Cuando termina, Diallo asiente satisfecho.

— Tú estarás en mi lugar algún día.

Y Samba asiente también.

En la familia de los hermanos Samba y Kandji aceptan una práctica que a punto estuvo de matar al pequeño de malnutrición y que puede brindar un buen futuro al mayor. Su aprobación es la de África. La medicina tradicional africana, una suma de conocimiento de la naturaleza, creencias ancestrales y brujería, ha cubierto las necesidades de las comunidades locales durante siglos. Según la Organización Mundial de la Salud, la medicina tradicional, más barata y accesible, no sólo es crucial para el tercio de los africanos sin acceso a medicinas básicas, también forma parte de la cultura popular: entre el 70 y el 80% de la población del continente, de cualquier condición social y nivel educativo, recurre a curanderos, herborista y hechiceros como atención sanitaria prioritaria. El Observatorio Africano de Salud subraya otra razón: mientras el continente tiene de media un médico cada 40.000 personas, cuenta con un curandero tradicional cada 500.
En el hospital de Kita, la responsable de la sección de nutrición, Madamevan Salimata, debe adaptarse a esa realidad. Ha perdido la cuenta de los niños desnutridos que son ingresados tarde porque en primer lugar han pasado, sin éxito, por manos de curanderos. “Casos como el de Kandji son habituales. La región es pobre y muchas familias tienen problemas para pagar el transporte al centro de salud, así que primero van al curandero”.
La situación no tiene visos de mejorar. En los últimos años, la pobreza, la sequía y el hambre son palabras enlazadas en Mali. La violencia también. El avance del yihadismo en el norte — la muerte del dictador libio Muamar el Gadafi en 2011 desestabilizó la región y llenó el Sahel de mercenarios bien armados y entrenados—, provocó la huida de cientos de miles de personas, que abandonaron sus cultivos. La reciente explotación de los extremistas de las rivalidades ancestrales entre comunidades pastoralistas y sedentarias ha provocado más violencia y un nuevo puñetazo al turismo, un sector clave de la economía. Sin empleo y azotados por el hambre, miles de malienses han emprendido la ruta migratoria hacia Europa o se han ido a trabajar a las minas de oro artesanales del norte del país. Como consecuencia, los campos se han quedado más desiertos y el hambre se ha disparado. Más de medio millón de personas, además de 260.000 desplazados y refugiados a países vecinos, dependen de la ayuda humanitaria.

En la aldea, Sangaré, la madre de Kandji y Samba, mira a sus vástagos desde la distancia con el gesto inquieto. Ella no cree que ningún pájaro diabólico atacara a su hijo menor, sabe que era hambre, pero acepta que Samba se convierta en un hechicero. “Es un buen trabajo —admite—, y las consultas dan dinero”. Le preocupa más la suerte de Kandji y que, cuando crezca, el país siga envuelto en una nebulosa de odio, escasez y hambre. Porque entonces, como ya han hecho sus tíos, deberá jugarse la vida para cruzar el desierto y emigrar a Europa o meterse en túneles inestables en las minas del norte. Y a ella las dos opciones le parecen más peligrosas que todos los pájaros malditos del mundo.


3.- La niña de los pies descalzos. Monte Trigo. CABO VERDE

Monte Trigo empieza donde África termina. Es un lugar de sueños acotados. Situado en Santo Antâo, la isla más al oeste del archipiélago de Cabo Verde, es un pueblo de pescadores y casas blancas que abriga a sus 270 habitantes entre una playa de piedras negras y la falda del volcán Topo da Coroa, de dos mil metros de altura. Monte Trigo, el penúltimo pedazo de tierra africana antes de que el océano inunde todo, es también un lugar apartado. Para llegar hay que salvar una lengua terrosa durante tres horas en todoterreno o elegir mar: 45 minutos en barca desde la localidad más cercana. Es un pueblo humilde, donde el tiempo no pasa, flota al vaivén de las olas, y el destino de sus habitantes está escrito al nacer: ellos serán pescadores; ellas, amas de casa. La alternativa es emigrar a la “undécima isla”, como llaman al millón de caboverdianos de la diáspora —casi el doble de la población que habita Cabo Verde— que trabaja en Europa y cuyas remesas son el 10% del Producto Interior Bruto del país. Hasta hace siete años, Monte Trigo había vivido en la penumbra, sin red eléctrica. Ya no. Una empresa local, Águas de Ponta Preta, instaló paneles solares y convirtió Monte Trigo en la primera aldea del país en obtener toda su energía de una fuente renovable. La electricidad no solo ha cambiado la vida de los pescadores, que pueden fabricar hielo para conservar el pescado y así no tener que malvenderlo, no solo ha alargado las charlas al anochecer y ha llenado de mundo los salones con televisiones encendidas. Con la luz, hasta los sueños de los niños han empezado a cambiar.

Giovanna tiene doce años, el pelo encrespado y un tono de piel castaño, herencia de cinco siglos de mestizaje, desde que en el año 1460 los portugueses descubrieron aquel archipiélago deshabitado, escondrijo de piratas, y lo convirtieron en puerto franco del mercado de esclavos hacia América y atrajeron a lusos, genoveses y judíos españoles huidos de la Inquisición. Giovanna está feliz con la electricidad porque le ha traído regalos: canciones nuevas. Cada tarde, su tío-abuelo Miguel, postrado en una silla de ruedas porque le amputaron las dos piernas por la diabetes, sale al rellano de la casa familiar, enciende la radio que ha cargado durante la noche — las pilas son un lujo inaccesible—e inunda de música todo Monte Trigo. Mientras barre la casa, Giovanna tararea las canciones, las memoriza y se imagina en los pies descalzos de la diva Cesárea Évora frente a un Coliseo de Lisboa a reventar.

— De mayor quiero ser cantora, dice.

Las energía solar ha cambiado la vida de millones de africanos. Mientras hoy la mitad del continente —590 millones de personas— no tiene acceso a electricidad, en el último lustro hasta 23 millones de africanos han accedido a la energía solar, a menudo gracias a pequeños dispositivos de fabricación china, baratos y capaces de cargar radios, móviles o luces led. Serán 250 millones en el año 2030. Según la Agencia Internacional de Energía (AIE), el 60% de los africanos que en la próxima década gane acceso a la electricidad lo hará a través de fuentes renovables, la mitad de ellos gracias a la energía solar.

Para Giovanna, la llegada de la luz ha provocado el mayor cambio en su vida, si obviamos los abandonos. Ella era un bebé cuando su padre, marinero, se fue a vivir con otra mujer y su madre se marchó a trabajar a otra isla y rehízo su vida, así que ha vivido siempre con su abuela Chiquinha, barrendera municipal, su abuelo Francisco, pescador, y el tío Miguel. Cuando Giovanna canta distraída en casa, Chiquinha la escucha disimuladamente mientras limpia el pescado y con una media sonrisa en los labios.

— ¿La oyes? Canta como un ángel. ¡Es un ángel!

La energía solar también ha llenado la escuela del pueblo de nuevos ritmos. Desde hace dos años, el profesor de expresión musical toca un piano eléctrico en clase. Para la mayoría de alumnos ha sido un descubrimiento. Para Giovanna, esas notas han sido una revelación.

—Es como si se me metieran por los oídos y me recorrieran todo el cuerpo. ¡Suena tan bonito!

En el resto de África también suenan notas de cambio. Si los gobiernos africanos siguen apostando por energías limpias y se mantiene la reducción de los costes, en el año 2040 el 40% de la producción energética continental procederá de fuentes renovables. Aunque hoy la energía hidroeléctrica y la eólica lideran la producción de energía limpia, la solar es la que más crece. Actualmente, ya existen 700.000 proyectos solares en suelo africano y la previsión es que la capacidad de energía fotovoltaica se duplique en dos años, pero aún es insuficiente: el año pasado, la energía solar solo era el 1’8% de toda la energía generada en África. La clave es el potencial. En 39 países africanos, las radiaciones solares anuales duplican las de países como Alemania, que apuesta notablemente por las energías renovables.
Los domingos Giovanna siempre va de excursión a Ribeira d’Arriba, una zona de cultivos a una hora de caminata, donde puede escalar almendros, robar mangos dulces y bañarse en un aljibe, una piscina de hormigón que almacena agua para el riego. Va con los de siempre: Romilson, Lara, Sofía, Jaden, Joaquim Abel y Nelio. Cuando tras el chapuzón se tumba al sol para secarse la ropa, Giovanna pide a Romilson, el único de la pandilla al que su madre presta el teléfono, que ponga música en el móvil. Se colocan en corro con el aparato en medio y escuchan una y otra vez los temas de morna, un género caboverdiano de aires nostálgicos, que la mujer tiene almacenados en la memoria del móvil. Les gusta también la canción A Noite, de la artista brasileña Tiê.
En cuanto oye las primeras notas de piano, Giovanna se deja ir: se estira con el rostro hacia el cielo y cierra los ojos como si la canción hablara con ella. O de ella.
Y sueña cantando.

E quando chega a noite e eu não consigo dormir
Meu coração acelera e eu sozinha aqui
Eu mudo o lado da cama, eu ligo a televisão
Olhos nos olhos no espelho e o telefone na mão

 

4.- Ellas quieren ser luz. Sukuta. GAMBIA.

La luz es perfecta y Hawa lo sabe, pero duda; no quiere mojarse las zapatillas nuevas. Levanta la cámara, enfoca pero no da al click. Demasiado lejos. Sus deportivas son de caña alta, blancas y negras, como las gaviotas cabecigrís que graznan en el cielo, ansiosas por la llegada de decenas de cayucos con las redes trufadas de peces. En la arena plateada de la playa de Tanji, un pueblo pesquero de Gambia, despunta un hormiguero multicolor: mozos empapados descargan la mercancía entre un torrente humano de mujeres que pujan por el pescado más fresco, puestos de venta en el suelo, niños atentos a un descuido para birlar un arenque del suelo y gatos callejeros con la misma intención. Huele a sudor, a mar y el sol bajo barniza de una luz tenue los rostros sudorosos. Es el momento ideal y Hawa sabe que no durará mucho. Busca un nuevo encuadre y al mirar por el visor chasquea los labios de fastidio: se ha metido en medio su amiga Catherine, a quien el agua ya le cubre los muslos y se acerca atrevida a las embarcaciones con su cámara fotográfica agarrada entre las manos. Si Hawa debe vencer su timidez al hacer fotos, Catherine es un torbellino. Ríe divertida, grita cuando le salpica una ola y trata de enfocar cuando encima del cayuco los pescadores inflan los brazos para ella. Entonces Hawa grita basta. Y se dice que ella también puede. Se retira unos metros, busca un hueco en la arena seca y se quita las zapatillas.
—Let’s go, dice.
Y ya no deja de fotografiar.
Hawa Faye y Catherine Bassen son amigas y desde hace seis meses quieren el mismo imposible: ser fotoperiodistas en Gambia. Con 18 y 19 años, son las alumnas más jóvenes del primer curso de fotografía del centro de formación para mujeres de Fandema, en la vecina Tujereng. Comparten aula —la escuela es de la oenegé Mbolo y no pagan matrícula— con otras siete chicas y el profesor Abdoulie B Jarju, de 25 años, quien les da clases de forma voluntaria.
Hawa es consciente de que anhela conquistar una profesión históricamente masculina pero acepta el reto.

— La fotografía, y más en Gambia, es un mundo de hombres; apenas hay mujeres profesionales. Eso antes me daba miedo, pero ya no.

La determinación de Hawa anuncia aires nuevos. Aunque queda trecho para la igualdad y existen realidades africanas diversas, los avances en derechos, el mayor acceso a la educación y el aumento de representación política— en diez años se ha triplicado la cifra de ministras y ya son el 22,5% de los asientos parlamentarios, cerca de Europa (23,5%) y delante de EE.UU. (18%)— auguran una transformación que ya ha comenzado: durante seis años consecutivos se ha reducido la brecha de género en el continente. Ocurre que no es África, son Áfricas. Mientras en el índice del Foro Económico Mundial sobre desigualdad, que valora aspectos como educación, oportunidades económicas, acceso a la salud y poder político para ellas, hasta tres países —Ruanda, Namibia y Sudáfrica— están entre los veinte primeros (y delante de España), hay hasta nueve países africanos en los últimos puestos.

Más allá de los números, en el arrojo de Hawa asoma una rebelión. Porque sin miedo, los sueños son más altos.

— Quiero respetar a la gente con mi trabajo. Las fotografías tienen fuerza y, si algo no te gusta, con ellas puedes cambiar las cosas.

A Catherine sólo hace falta observarla trabajar para encontrar el porqué de su elección: es pura pasión. Bromea con los ancianos, charla con las mujeres, juega con los niños y persuade a unos pescadores para que le suban a pulso a bordo. No deja un segundo de disparar. Cuando no fotografía, baila. O canta. Y es feliz.

— El primer día que cogí una cámara de fotos me dije ¡guau! Esto es lo que quiero hacer. Me sentí poderosa porque los hombres me respetan más.

Además de compartir emoción, la primera vez que tocaron una cámara, Hawa y Catherine pensaron lo mismo: “que no se me resbale”. Si se les rompiera la máquina, prestada por la escuela, no podrían pagarla jamás. Ambas vienen de familias numerosas, de bolsillo estrecho y techo de chapa. La primera, hija de inmigrantes senegaleses, lloró la muerte de su padre en noviembre, fulminado por un ataque al corazón, y ahora los siete de casa viven con la escasez bajo el dintel. Hawa siente su amor por la fotografía en presente, porque mañana quizás no podrá: ni siquiera sabe si la próxima semana su madre alcanzará a reunir los 40 dalasis (70 céntimos de euro) que cuesta el transporte público diario a la escuela.
Catherine hace años que se acostumbró a la ausencia paterna. Les abandonó cuando ella tenía cinco años y su madre sacó adelante a sus cinco hijos limpiando oficinas. Para ella, la cámara ha sido una puerta a un nuevo mundo. Porque, además de fotografía, en Fandema le han quitado su gran vergüenza: ha aprendido a leer y escribir.

La educación será clave para consolidar los avances de la mujer africana. Hasta ahora, los logros son insuficientes pero esperanzadores. Aunque aún hay 27 millones de africanas analfabetas, ningún otro lugar del mundo ha visto un mayor aumento del acceso femenino a la educación primaria. El giro ha sido notable: si en el año 1970 una de cada dos africanas no sabía leer ni escribir, hoy la cifra es una de cada cinco.

Para el profesor Jarju, tanto Hawa como Catherine son más que aspirantes a fotógrafas, son pioneras. Si no lo estuviera viendo con sus propios ojos, dice, no creería que unas chicas de una cuna tan humilde puedan aspirar a vivir de la fotografía. No es que su contexto no ayude, es que resta. Amigos, vecinos y familiares les piden que abandonen y se dediquen a algo serio. Pero ellas no se rinden.

— Son trabajadoras, creativas, generosas… Para mí —dice Jarju— son un símbolo.

Al día siguiente, Jarju cita a sus alumnas en una instalación de placas solares en la ciudad. Quiere que hagan un reportaje para practicar. Cuando llegamos, Hawa y Catherine ya se han colocado el arnés de seguridad, el casco y, con las cámaras colgando, suben por una escalera de unos siete metros. Sin vértigo.


5.- Los demonios caminan de noche. Melea. Lago Chad/CHAD.

Las hembras con crías son las más peligrosas. Si entras en su territorio, se sumergen sigilosamente en el agua, vuelcan la canoa con un golpe seco y te despedazan con unos colmillos afilados como lanzas. Cuando Djibrine Mbodou era un niño, tenía pánico a los hipopótamos. Una vez vio como un macho gigantesco salía del agua, mordía la pierna de un hombre que dormitaba en la orilla y lo arrastraba al fondo del lago para siempre. Les tuvo miedo mucho tiempo, pero ahora ya no. Ahora los hipopótamos no son lo que le provoca más pavor del lago. A sus 17 años, Mbodou tiene terrores más perversos. A los que caminan en la noche, por ejemplo.

— Boko Haram siempre llega cuando anochece. Si te encuentran, te degüellan. Les gusta hacer eso.

La banda yihadista Boko Haram ha convertido el lago Chad en un nido de serpientes. Originario del norte de Nigeria, el grupo fundamentalista, cuyo nombre en lengua hausa se traduce como la educación occidental es pecado, se replegó a finales de 2014 ante la presión de una fuerza multirregional y llevó su veneno al lago fronterizo entre Camerún, Níger, Nigeria y Chad. Resultó un escondite ideal. El descenso de las aguas del lago por el calentamiento global y el riego excesivo porque la población en sus orillas no deja de aumentar —hace medio siglo ocupaba una superficie similar a la de Galicia, hoy se ha reducido a la mitad—, generó un laberinto de islas y canales donde el ejército no se aventuraba a entrar. El lago se convirtió en zona prohibida. Por eso, porque se movían a sus anchas, los barbudos destrozaron impunemente la vida de Mbodou.

Era una buena vida. Sus padres tenían una casa en la isla de Galoa, rebaños de vacas y cabras y ahumaban suficiente pescado para alimentarle a él y a sus cinco hermanos y cuatro hermanas. Vivían sin excesos, pero los días eran fáciles y tranquilos. Hasta que una noche todo cambió.
En el pueblo de Melea, en la orilla chadiana donde ahora vive Mbodou, el sol del mediodía calienta inmisericorde y transforma la brisa en una bola de algodón tibia que se introduce en la nariz y la garganta. Mbodou señala un chamizo de paja para charlar a la sombra, lejos de oídos indiscretos. A cada lado de la cara tiene dos cicatrices, escarificaciones que definen su etnia: buduma, la tribu que durante siglos ha habitado las islas del lago. Viste una túnica naranja y marrón y se sienta de cuclillas para vomitar su dolor. Lo hace sin preámbulos, directo a la yugular.
Los barbudos, dice, llegaron a la isla por la noche, les reunieron en el centro del pueblo y le cortaron el cuello a un hombre delante de todos. Eran unos veinte hombres armados y advirtieron que si no les seguían, tendrían el mismo final. Les siguieron todos.
Eran 700.
En el campamento yihadista donde les llevaron había 3.000 personas, entre guerrilleros, sus familias y otros rehenes. Los extremistas implantaron normas estrictas: cualquier hurto para calmar el hambre se castigaba con la amputación de una mano y jugar a futbol, con la pena de muerte. Los organizaban en grupos para orar. “Nos gritaban que rezábamos mal”. Mbodou aún tiene pesadillas porque vio cómo torturaron a una niña de 14 años que se negó a tener sexo con un guerrillero o cómo degollaban a quienes intentaban escapar.
Durante un año y unos meses —Mbodou perdió la noción del tiempo– aquella isla fue su cárcel. Sobrevivió porque conocía el oficio de las redes y se hizo necesario.
—Me pegaban si no traía suficientes peces, pero lo prefería a coger un arma. Yo no quería matar.
Otros eligieron cooperar. Algunos de sus amigos y vecinos optaron por alistarse. Aceptaron un arma y combatieron a las fuerzas nigerianas y atentaron en mezquitas, escuelas o mercados. Mbodou no les culpa. “Si no se iban con ellos, los iban a matar, así que no tenían opción. Algunos se unieron por miedo, otros por interés. Con ellos podías robar. Si estás con Boko Haram no pagas por la comida, no pasas hambre, puedes hacer pillajes y casarte con mujeres”.
Si con apenas seis mil guerrilleros bien entrenados, según la inteligencia estadounidense, la banda nigeriana ha protagonizado una década de carnicerías —alrededor de 30.000 muertos, 2’5 millones de desplazados y miles de secuestros, las 219 niñas de Chibok entre otros—es porque ha sabido aprovechar la miseria que golpea la región.
En los peores días del conflicto, el grupo ofreció 400 dólares, una motocicleta y una esposa a quien lu¬chara con ellos. En una zona po¬bre, con una alfabetización del 14%, tasas de desempleo del 80% y donde la dote —una pago en dinero o vacas a la fa¬milia de la chica— es obliga¬toria para casarse, la oferta atrajo a cientos de jóvenes. Lo de menos era la religión.
Mbodou se negó a ese camino fácil aunque sabía que si aceptaba ser uno de ellos su vida de recluso mejoraría. Urdió otro plan. Pese al riesgo de que le mataran si las cosas se torcían, decidió huir. Se alejó en la canoa y al pisar tierra firme caminó durante dos días sin mirar atrás. Cuando se le acababan las fuerzas, unos desconocidos le dieron comida y le ayudaron a terminar con aquella pesadilla. Mbodou, dice, es feliz por haber salido con las manos limpias.

— Estoy orgulloso de haber llegado así hasta aquí.

El yihadismo avanza imperturbable por todo el cinturón africano. Desde el Sahel al Lago Chad y Somalia, diversos grupos yihadistas expanden su odio hacia quien no piensa como ellos. La raíz del desastre es similar: ocurre en zonas olvidadas, míseras y con un estado hueco y corrupto, que a menudo se escuda en la lucha antiterrorista para abusar de la población civil.
A Mbodou, la sinrazón de la violencia yihadista casi le costó la vida, pero se negó a combatir y escapó de sus garras. Pudo ser un demonio de la noche y prefirió ser persona. Un ser humano. Ahora, mientras trata de rehacer su vida en una tierra yerma, solo pide dos cosas: paz y volver a ser quien fue.

— Si tuviera dinero me gustaría comprar redes para pescar. Con una piragua y redes podría sobrevivir. A parte de eso, no sé qué podría hacer.

 

6.- Cuando el clima es un pupitre vacío. Antanifotsy. MADAGASCAR

Cuando el día acaba, para Marceline no acaba. Antes de la medianoche, entra en la habitación con una linterna encendida e intenta no hacer ruido, pero los tablones crujen bajo sus pies. Cinco de sus ocho hermanos duermen en el suelo y ni se inmutan. Apenas algún manotazo fugaz para espantar a las chinches y regresan los ronquidos. Envuelve el ambiente el olor agrio a heno y orín que emerge del establo, situado en el piso inferior para aprovechar el calor de las vacas. A Marceline Razanantsoa, de 15 años, le gustaría descansar pero no puede todavía: alumbra la mochila, saca una libreta y la coloca en el suelo, sobre un saco de rafia. A la luz de la linterna, que apenas ilumina el papel, Marceline escribe una redacción en francés. Los deberes de la escuela. Tiene que darse prisa o apenas podrá dormir. Cada día, a las tres y media de la madrugada debe dejar su aldea de Antanifotsy , en el centro de Madagascar, y bajar fardos de leña para venderlos en el mercado del pueblo de Betafo, donde también está su colegio, a casi dos horas a pie. Marceline resopla, agotada tras un día largo. Además de ir a colegio por la mañana y caminar casi cuatro horas entre la ida y la vuelta, ha tenido que cocinar, lavar la ropa, limpiar la casa, cultivar, ir a buscar agua a la fuente y recoger a los animales. Cuando termina la redacción, se estira y pide tener suerte:
—Espero que mañana no llueva.
Si hay tormenta, además de llegar empapada a la escuela, tardará el doble en recorrer el camino. Cada vez tarda más.
El cambio climático y la deforestación están provocando una situación límite en Madagascar, la mayor isla de África. Las lluvias torrenciales y la deforestación por el mercado negro de madera están resquebrajando el paisaje. La escasez general tampoco ayuda. Como el 80% de la población es pobre y comprar carbón es un lujo inaccesible, la tala de árboles para obtener leña se ha multiplicado. Y sin el sostén de las raíces, la tierra se desprende y la erosión destroza los caminos. Marceline ha tenido que cambiar su ruta al colegio. “Antes el camino era fácil porque iba por otro valle, pero ahora está lleno de agujeros y no se puede pasar. El camino nuevo pasa por un desfiladero estrecho y cuando llueve se desmorona”.

El continente que menos CO2 produce del mundo es el que más va a perder por el calentamiento global. Según el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de la ONU, para el año 2100 las temperaturas en África habrán aumentado 1’5 veces más rápido que en el resto del planeta. Las consecuencias serán cambios en la constancia y la variabilidad de las lluvias, aumento del nivel del mar, desertificación y fenómenos meteorológicos extremos como tifones, sequías o inundaciones. La pobreza crónica y el ecosistema insular único de Madagascar, un crisol de culturas que atrajo navegantes árabes, persas, indonesios, europeos y africanos, convierte al país en uno de los más vulnerables a la destrucción ecológica. La naturaleza malgache es tan única como frágil. La isla lleva tanto tiempo aislada del resto del mundo —se separó de África primero hace 165 millones de años y de la península de India hace 88 millones— que su ecosistema ha evolucionado de manera única. El 90% de su flora y su fauna son endémicas.

Para Marceline el cambio climático significa, además, un pupitre vacío.

Sus pies están acostumbrados al suelo movedizo y se nota. Enfundada en la bata azul de la escuela de los salesianos de Betafo, desciende por rampas embarradas, salta entre rocas sueltas y salva cañadas que cuando llueva se desbordarán. Atraviesa también un bosque muerto: un mar de tocones unidos a sus raíces y con el corte cerca de la base.

— Antes había cientos de árboles ahí.

Acelera el paso porque no quiere llegar tarde al colegio.

Marceline tiene la voz dulce, el pelo negro y rasgos indonesios. De mayor quiere ser profesora. También es creyente, así que no descarta ser monja; así se aseguraría poder estudiar y ser maestra. No siempre ve claro que podrá acabar su educación. Además de la necesidad de traer un sueldo a casa cuando tenga edad de trabajar de manera formal y de la dificultad de pagar las tasas escolares, mira hacia el cielo y lo entiende como algo personal. La deforestación, la erosión y los bandazos climáticos no solo destruyen el paisaje y dificultan el paso, también vacían su mesa y su futuro. Porque cuando llueve, la tierra suelta se lleva los cultivos y cuando hay sequía las cosechas se secan y entonces Marceline sabe dos cosas: que tendrán que comer yuca hervida todos los días y que en la escuela le irá regular.

— Por culpa del clima tenemos que labrar más porque los alimentos se encarecen. Y yo no tengo tiempo para estudiar hasta que no acabe de trabajar.

Según el Banco Mundial 100 millones de personas en el mundo serán empujadas a la extrema pobreza por culpa del calentamiento global. El continente africano se llevará la peor parte. Sin una acción urgente y global, África Subsahariana tendrá 86 millones de refugiados climáticos en el año 2050.

Después de casi dos horas de caminata, Marceline se seca el sudor de la frente antes de entrar en la escuela, situada junto a la catedral de la ciudad. En el patio, los demás niños aguardan en fila, con sus batas azules impolutas, para cantar el himno malgache. Algunos tienen cara de que se les han pegado las sábanas antes de desayunar. Apenas son las ocho de la mañana y Marceline lleva casi cinco horas despierta. Los profesores lo saben y a veces le disculpan que se quede dormida sobre el pupitre. Saben también que es una niña inteligente y que si viviera en la ciudad conseguiría acabar seguro la escuela. Pero vive en una aldea en las montañas.

Tras el himno, y cuando suena una campana, los alumnos gritan y corren hacia sus aulas. Marceline no corre; avanza en silencio, con la cabeza alta, y antes de entrar se gira y se despide con el brazo. Luego entra decidida a clase.

 

7.- Los niños paloma de Beira. Beira. MOZAMBIQUE

El peor día en la vida de José Albino era cada noche. La madrugada en que se hizo paloma solo tuvo una diferencia: fue además cruel. Desde hacía cuatro años, José era un niño de la calle en Beira, la segunda ciudad de Mozambique. Era demasiado joven para tener tanto miedo, solo quince años, pero lo tenía. Al anochecer vagaba por las calles desconfiado e inseguro en busca de un lugar apartado dónde guarecerse. Era importante variar. Si repetía rincón, los otros sin techo podían robarle o algo peor. Aquella tarde, explotó.
—Quiero salir de la calle.
No fue una súplica, fue más bien un deseo desesperado, como si decirlo en voz alta acercara la posibilidad de que se hiciera realidad.
—Quiero estudiar, tener un trabajo, formar una familia y que mis hijos no vivan en la calle. Se sufre mucho, en la calle no hay sitio para dormir.
José quería ser piloto. Sin poesía: le habían dicho que los pilotos cobran un pastón.

Aquella noche, la de la paloma, fue la peor, como siempre. José se dirigió a dormir en la estación de tren con tres amigos pero la presencia de unos guardias en el edificio les llevó a una rotonda sombría. A medianoche, se estiraron en la hierba, encima de plásticos y trozos de cartón. Estaban agotados y se durmieron enseguida; hasta que llegaron los mosquitos. Aparecieron decenas. Se despertaron confundidos y fastidiados, sin saber dónde ir. Fue José quien reaccionó: se acercó a un árbol, trepó el tronco y se tumbó en una rama, como si en lugar de un niño fuera una paloma. Los otros le imitaron. En menos de quince minutos la vida se rió en su cara: era imposible dormir allí. Bajaron y José se apoyó adormilado en un coche aparcado al otro lado de la calle.

—Cuando duermes en la calle, nunca vuelves a dormir bien. Y cansa.

Aturdido, con una mezcla de hartazgo y agotamiento, José empezó a quitar mecánicamente el polvo de la luna trasera del vehículo con el antebrazo. A veces se le cerraban los ojos y daba una cabezada, pero como estaba de pie se volvía a despertar. Me miró, muerto de sueño.

— Quiero salir de la calle y ser piloto.

El peor día en la vida de José era cada noche.

José había crecido en la ciudad de Marromeu, rodeado de cultivos de caña de azúcar a las orillas del río Zambeze. Hasta los nueve años tuvo una vida normal. En Mozambique, normal significa pobre. Tres de cada cuatro mozambiqueños viven del campo y la mitad de sus 27 millones de habitantes es pobre en un país pobre. La ex colonia portuguesa ocupa el octavo peor puesto en el Índice de Desarrollo Humano, solo por delante de países devastados por la guerra como República Centroafricana, Burundi o Sudán del Sur, o castigados por la sequía como Níger o Chad.
Mozambique es una sociedad abierta y acogedora, pero regida por normas patriarcales arcaicas. Según la tradición, en caso de disputa o divorcio en un matrimonio, los hijos pertenecen al hombre. Cuando el padre de José abandonó a su madre por otra, y se llevó con él a sus dos hijos, la vida normal de José y su hermana Ana se convirtió en un infierno. Ante la indiferencia de su padre, su madrastra les convirtió en sirvientes y les propinaba palizas diarias. Con once años, José decidió escapar.

—Quería cambiar mi vida y pensé que no conocía Beira, la gran ciudad.

En el mundo, la aparición de los meninos da rua suele ir ligada a una urbanización descontrolada y a crisis económicas. En Mozambique, hubo otro factor brutal: una guerra interminable. Tras dos conflictos consecutivos de 1964 a 1992 —el primero por la independencia, que llegó en 1975, y el segundo civil—, la ex colonia portuguesa alcanzó la paz como un país extenuado, con unas infraestructuras económicas, sociales y políticas deshechas y los campos trufados de minas antipersona. El conflicto fue de tal fiereza que miles de campesinos abandonar sus cultivos y huyeron a las ciudades. En la larga posguerra, la corrupción, la desigualdad y las inundaciones vaciaron a paladas los estómagos de los campesinos. La ciudad fue el refugio de los desesperados, a menudo familias rotas por el conflicto, la pobreza o las enfermedades —Mozambique es el cuarto país del mundo con más infectados por el VIH— y las sombras urbanas se llenaron de niños perdidos: en el país hay 1,8 millones de niños huérfanos.
José era reservado e inteligente. La vida en la calle le había enseñado a mentir como forma de supervivencia, pero no era como los demás. No se colocaba con pegamento o alcohol ni andaba todo el tiempo buscando gresca y midiéndose los nudillos con los demás niños. Cuando soñaban despiertos en grupo, los demás pedían un descapotable, chicas en bikini o una mansión. Él una hamburguesa del McDonalds con patatas fritas. Era curioso, listo como un cuervo y quien se acercaba a él, lo percibía en seguida.
Semanas atrás, una mujer a quien había lavado su coche en la Praça do Município a cambio de unas monedas, quedó impresionada por la locuacidad de aquel menino da rua discreto y afable. La mujer resultó ser la directora de una escuela de élite y le ofreció matricularlo gratuitamente si se comprometía a estudiar.
A José le pareció un milagro, pero la realidad se encargó de pararle los pies. Se hizo inviable combinar las mañanas en una escuela rica con las noches durmiendo en la calle. A menudo no tenía dinero para el transporte público, otras veces le hería el orgullo estudiar con alumnos más pequeños y que sabían más que él y con frecuencia llegaba tarde, incapaz de seguir la disciplina de un reloj que no tenía. La directora le registró en una escuela de alfabetización en Praia Nova, más cerca del centro y más popular, y José pensó que ahora sí. Hasta se imaginó como un hombre de provecho, pilotando un airbus.
No ocurrió. Durante un tiempo, José estudió y se esforzó, pero no se adaptó. Dejó la escuela y no regresó nunca más. Volvió a vagar por la ciudad, buscando un lugar diferente donde dormir cada noche. Poco después del día del árbol frente a la estación, José se esfumó. No han vuelto a verle en las calles de Beira. Como si en lugar de un niño, fuera una paloma y hubiera salido volando.


8.- Messi tiene una kalashnikov oxidada. Ngenge. RD CONGO.

Gloire y Rodrigue vivían en la misma aldea, eran amigos y dejaron de ser niños a la vez: con nueve años. Ocurrió en una noche fría, claro, el horror cuida siempre los detalles. Rodrigue dormía y no pudo reaccionar cuando la puerta de su choza estalló en mil pedazos por la patada de un guerrillero. Solo le dio tiempo a ver como su padre intentaba evitar que aquellos rebeldes violaran a su esposa. Como se entretuvieron matándolo, pudo huir. Rodrigue agarró a su hermano de tres años y corrió al bosque a esconderse. Al otro lado de la aldea, su amigo Gloire también corría. Se escondió junto a su padre en unos arbustos, pero cuando aquellos hombres armados del FDLR, un grupo rebelde integrado por autores del genocidio de Ruanda en 1994, iban a encontrarlos, su progenitor se entregó para salvarle. Desde su escondite en un matorral, Gloire vio cómo le mataban a machetazos.
Cuatro años después de aquella noche, ambos arrastran unas botas grandes por la tierra húmeda de Ngenge, una aldea engullida por la selva donde no llegan carreteras ni vehículos. Gloire lleva una camiseta blanca con cuello de pico y unos tejanos rotos, Rodrigue un gorro rojo calado hasta las cejas y una camiseta del Barça con el número 10 y el nombre de Messi a la espalda. A Rodrigue le encanta el fútbol, pero hace cuatro años que no le dejan jugar. “Ya no soy un niño, ahora debo ser un buen soldado”. Todo está en calma pero ninguno suelta su AK47 oxidada. Cerca merodean varios hombres armados con los ojos vidriosos y el aliento macerado en alcohol. Son miembros del Movimiento de Acción por el Cambio (MAC), uno de los más de 40 grupos rebeldes en activo en el este de Congo. Llevan armas, pero no parecen soldados: visten camisetas rotas y gorros ridículos con forma de muñecos de peluche. Su líder, el general Etienne Mbura asegura que son un grupo de autodefensa civil y no buscan enriquecerse. También dice que los niños soldado bajo su mando se alistaron voluntariamente. Rodrigue y Gloire son su guardia personal. Su misión es básica: deben dar su vida por él. Ambos piensan cumplir.

— Soy un soldado porque quiero matar al asesino de mi padre —dice Rodrigue—. No temo morir por defender al general.

Los reclutamientos de niños soldado en el mundo han crecido un 159% en cinco años. Según las Naciones Unidas, en el año 2012, hubo 3.159 niños soldado más mientras que en 2017 la cifra se incrementó en 8.185 en un total de quince países. Es imposible saber cuántos niños soldados en total hay—durante años se usó la cifra de 300.000 sin base robusta—, pero sí se sabe quién. Según un informe de la ONU, 56 grupos rebeldes y siete ejércitos regulares usan a menores en sus filas. También se sabe mayoritariamente dónde están, sobre todo por los que escapan: en tres años, 17.141 niños soldado han sido liberados en Congo.

Los conflictos de baja intensidad como el del este congolés, que no acaban formalmente porque ni se lucha por la victoria ni se negocia por la paz, son el ecosistema perfecto para la proliferación de niños soldado. Es sencillo convertirlos en asesinos: son baratos, manipulables y cuajan bien con una guerra patética, repleta de armas viejas y soldados miserables, que matan y se dejan matar por un puñado de francos mientras sus superiores se enriquecen. En el este congolés, la guerra es la excusa de un saqueo militarizado. Los grupos rebeldes no luchan por ideales sino para controlar minas, rapiñar aldeas rivales o someter territorios para comerciar con la caza o la tala ilegal. La mirada rota de Rodrigue condensa otro motivo: a veces unirse a un grupo armado es la forma más factible de mantenerse con vida.

— Los enemigos mataron aquí a muchos hombres e hicieron daño a las mujeres. Me gustaría volver a la escuela, pero la persona que pagaba por mí está muerta.

Rodrigue y Gloire participan con los adultos en grotescas formaciones militares y entrenamientos caóticos. Visten y disparan como los mayores. La única diferencia son los gritos y las collejas recibidas. A pesar de ello, Rodrigue dice que le tratan bien y que el general incluso les compra ropa. En un receso, le pregunto si le gustaría escapar. Me mira asustado, se cerciora de que no hay nadie cerca y calcula el riesgo de decir la verdad.

— Ahora el MAC es mi familia y el general Mbura es mi padre.

Para descifrar el miedo paralizante cuando los mayores se emborrachan y comprender el trauma grabado en la piel, hay que salir de la selva. Heritier Jackson lo consiguió. Estuvo enrolado en el MAC de los once a los quince años y luchó con el general Mbura y el resto. Hasta que decidió huir. Una noche robó diez cartuchos para entregarlos como prueba de que era un niño soldado y se entregó en una base de la Monusco, la misión de la ONU en el país africano, para que le protegieran. Hoy vive con su tía en la ciudad de Goma. Heritier tiene las pestañas largas, la cara redonda y una nariz chata que le dan un aspecto aniñado. Habla con un tono suave y parece incapaz de hacer daño a nadie. Está asustado. Aunque vive a más de 12 horas del territorio controlado por el MAC —una eternidad en Congo— y han pasado dos años desde su fuga, aún le da miedo que le encuentren.
De sus días en la selva, recuerda el frío, el hambre y las palizas. Prefiere no recordar mucho más.

— ¿Sabes? el alcohol te hace hacer cosas. La droga te lleva a golpear con el machete o disparar a tu amigo.

A Heritier se le ha quedado grabada una fecha: el 25 de diciembre de 2011. Fue el día que mató por primera vez. Solo tenía once años, pero en aquella batalla en la selva el día de Navidad terminó su infancia para siempre.

— Me arrepiento de no haber ido a la escuela. Me arrepiento de la guerra, de haber estado a punto de morir, de haber matado. Me arrepiento de haber hecho cosas que no sabía que sería capaz de hacer.

Ahora Heritier busca desesperadamente un trabajo para rehacer su vida. Algunas tardes, harto de no encontrar empleo, baja al lago Kivu, se sienta en las piedras de la orilla y se pasa horas mirando al horizonte y el vaivén de la corriente. Intentando no pensar.


9.- Un hilo para salir del laberinto. Bissau, GUINEA BISSAU.

Tac, tac, tac. Es una máquina preciosa: una Singer negra con adornos dorados. Desde la rueda de hierro lateral hasta el tira-hilos, su brazo metálico avanza en un suave arco descendiente y en un costado destaca un medallón con un grabado de flores plateadas. La máquina de coser, heredera del modelo New family que inventó el estadounidense Isaac Merrit Singer en el año 1865 para convertirse en una de las mayores fortunas del planeta, es antigua y parece sacada de un cuento de los hermanos Grimm. Por eso Paulo Nenque no la toca, la acaricia. Gira la rueda volante, empuja hacia delante una tela amarilla y negra y se oye el repiqueteo de la aguja al dar puntadas rectas. Tac, tac, tac. El sonido de la máquina rebota en las paredes del taller. Solo se oye más trabajo. A dos metros, su compañero Mama Saliu, nueve años mayor, le pone el mismo mimo. Tac, tac, tac. A Paulo, el eco mecánico de las puntadas y el pedal le sumerge en un trance dulce y callado. Mantiene alta la frente, la nariz en línea recta hacia la máquina y las manos firmes.
Tac, tac, tac.

— Me gusta sentarme a coser. Me hace sentir bien, porque mientras coso estoy tranquilo, como si pudiera olvidarme de lo demás.

Paulo tiene 14 años y es huérfano desde que nació. Su madre murió por complicaciones en el parto y, como su padre no quiso saber nada de él, su tía Maria Cá lo llevó con diecinueve días de vida a Casa Emmanuel, un orfanato en el barrio de Hafia, en la capital de Guinea Bissau, que abre la puerta a niños y niñas huérfanos, abandonados, maltratados, con discapacidades o con VIH. Paulo ha pasado toda su infancia entre el orfanato de Hafia y otro centro en el pueblo de Bisselanca, a las afueras de Bissau, donde viven los niños a partir de los seis años y donde está el taller de costura. Donde hay una salida.

En África Subsahariana viven 52 millones de los 140 millones de huérfanos del mundo. Aunque en los países industrializados la definición se refiere habitualmente a quien ha perdido a los dos padres, no es así para las estadísticas en el continente africano. Nueve de cada diez huérfanos tienen alguno de los dos padres vivos. Otra cosa es que éstos quieran saber algo de su hijo.

Como Paulo creció entre huérfanos y no conoció a su padre hasta el año pasado —fue a visitarle por curiosidad y pasaron la tarde juntos—, nunca tuvo dudas. Para él, los 26 compañeros y los educadores locales de casa Emmanuel son su familia. Y si ellos son familia, Mama Saliu es su hermano mayor.

— Sueño con fundar una empresa de costura con Mama, hacer mucha ropa juntos y vender en otros países y así conseguir dinero para ayudar a otras familias.

En Casa Emmanuel, todos hablan maravillas de Paulo. Es un chico tranquilo, responsable y jamás ha dado problemas. Junto al orfanato hay un recinto para chicos con discapacidades severas y él los cuida como si fueran sus hermanos pequeños. También le encantan los críos y juega todo el tiempo con el bebé de la vecina, de poco más de un año. Cuando el niño viene a verles, Paulo saca coches de juguete de una caja y se los pasa por las piernas rechonchas haciendo el sonido del motor. Brrrum, brrruuum. Y el bebé se muere de la risa.

Hace dos años, Paulo entendió que aquel remanso de pan y tortilla con margarina para desayunar, de escuela matutina y partido de fútbol al atardecer, tendría un final. Tenía que aprender un oficio para salir adelante por sus propios medios cuando alcanzara la mayoría de edad. Se decidió: con doce años empezó clases de costura y no ha faltado a ni una sola clase.
Según la Organización Internacional del Trabajo, el 85’8% del empleo en África es informal. Sin sueldo fijo, regulación, horarios ni impuestos. El término se refiere a empleos de todo pelaje, desde vendedores callejeros, limpiabotas, trabajadores domésticos, mecánicos de talleres ilegales o costureros que se colocan en una esquina del mercado con una máquina maravillosamente vieja encima de un cajón.
Para Paulo su máquina de coser Singer es la última oportunidad para esquivar un destino probable. Aunque en los últimos 30 años, las personas que viven en extrema pobreza han pasado de ser el 30% a menos del 10% de la población mundial, el nivel más bajo registrado en la historia, en África Subsahariana los pobres aumentan. Los 278 millones de africanos desesperadamente míseros en 1990 se han convertido en 413 millones en 2015, el último año en que hay cifras solventes. Según el informe Pobreza y prosperidad 2018, los factores detrás de los altos niveles de miseria en África incluyen tasas de crecimiento lentas, problemas causados por conflictos e instituciones débiles y el fracaso gubernamental en reducir la desigualdad. Para muchos africanos, el futuro es un laberinto sin salida: en el año 2030, nueve de cada diez personas en extrema pobreza vivirá en África Subsahariana.
En Guinea Bissau ese mañana gris asoma hoy. Con una economía renqueante, basada en la agricultura, la exportación de anacardos y la pesca, dos de cada tres personas viven por debajo de la línea de pobreza absoluta. La ausencia de oportunidades económicas, una historia cosida de golpes de estado y una geografía favorable han convertido a la ex colonia portuguesa en la principal entrada de droga latinoamericana de África Occidental hacia Europa.

Paulo está dispuesto a hacer frente a los obstáculos y aprovechar su oportunidad. Gracias a las clases de costura, está aprendiendo a ser responsable, a calcular el material que necesita y a cumplir con las fechas de entrega. A ser un adulto. En el taller, junto a una mesa repleta de máquinas de coser viejas, hay un armario lleno de hilos de colores. A Paulo le encantan los colores. Él disfruta recortando telas, cosiendo sin patrón y confeccionando camisas y pantalones para sus compañeros del orfanato, pero esas bobinas rojas, amarillas, lilas, blancas y verdes le hipnotizan. Al verlas, se siente útil y en paz. Como si en esos hilos de mil colores viera una salida. Su única salida.


10.- Jamila nació para luchar. Gambo. ETIOPÍA.

En su primer día de vida, Jamila engañó a todos. A los médicos, a los enfermeros y a la muerte. A su madre, Hawi Merga, no. Cuando la mujer dio a luz, mientras los sanitarios cortaban el cordón umbilical que le unía a su hija, su cuerpo se sumió en un temblor incontrolable por el agotamiento y el esfuerzo del parto. Acaso por la sospecha de que el sufrimiento no había hecho más que comenzar. Eran las ocho de la mañana cuando Jamila lloró por primera vez. Fue un llanto enérgico e in crescendo, que inundó la sala de partos de Gambo, una antigua leprosería reconvertida en hospital en una aldea a 250 kilómetros de Addis Abeba, capital de Etiopía. Aquel sollozo retumbó en las paredes de la maternidad y resbaló por los pasillos sucios del edificio como un canto a la vida. Jamila apuró el engaño: se acurrucó dócil sobre el torso de su madre, con la piel húmeda y los dedos encogidos. Al poco, se moría: una infección pulmonar obligó a los médicos a reanimar su corazón detenido con un desfibrilador. Apenas minutos después de la paz inicial, su madre chillaba enajenada cuando el cuerpo de la niña se elevaba tras cada sacudida de electricidad. En su primer día de vida, Jamila engañó a todos porque cuando nació en realidad se moría y cuando estaba muerta empezó a luchar.

Tras reanimar a la bebé, cuando se la llevaban a la incubadora, Kedir Ogato, uno de los sanitarios que había atendido el parto primero y el paro cardíaco después, se secaba la frente de sudor.

— Pensaba que la perdíamos.

Al hablar, Ogato apretaba las cejas porque tampoco estaba claro todavía si Jamila iba a sobrevivir un día más.

La batalla de Jamila es la de los pobres del mundo. Cada año, 2,6 millones de recién nacidos, mayoritariamente en países en desarrollo, mueren antes de cumplir 28 días de vida, un millón de ellos durante las primeras 24 horas. La mayoría fallece por causas evitables como partos prematuros, complicaciones tras el alumbramiento o infecciones. Según la Organización Mundial de la Salud, la mortalidad neonatal se está reduciendo rápidamente en África —en 15 años la cifra ha bajado un 38%— pero aún es inaceptable: un bebé tiene 16 veces más posibilidades de morir en su primer día de vida en África que en España. No tendría por qué ocurrir. El 80% de los 7.000 bebés de menos de un mes que mueren a diario en el mundo habría sobrevivido si sus madres y ellos hubieran tenido acceso a cuidados sanitarios de calidad, a una buena alimentación y a agua potable.

En el hospital de Gambo, se trabajaba a destajo para combatir esas cifras salvajes.
Dirigidos por Iñaki Alegría, un joven médico catalán que había llegado allí cinco años antes para un voluntariado de tres meses y no se había podido marchar, un equipo de doctores y enfermeros etíopes se turnaba para atender a los noventa niños de la sala de pediatría e intensivos. Ninguno pudo convencer a Hawi para que saliera de la habitación donde habían llevado a su pequeña y fuera a descansar. Durante horas, la mujer de 28 años no se levantó de una silla frente a la incubadora, en la que Jamila compartía espacio con un bebé de apenas un kilo de peso. Campesina en las montañas, Hawi había llegado al hospital días antes a lomos de un caballo, tras una hora por caminos de piedra. Después de parir a sus dos primeros hijos en casa y casi morir desangrada, había decidido tener a Jamila en el hospital. Probablemente aquella decisión le salvó la vida. Según Unicef, 830 mujeres mueren cada día en el planeta por complicaciones en el embarazo o el parto.

Para Hawi, en ese momento haber sobrevivido no significada absolutamente nada.

— Seré feliz cuando tenga a mi hija en brazos, hasta entonces todo es dolor.

La lucha por la supervivencia de Jamila ilustra también el cambio en Etiopía. Aunque el segundo país más poblado de África, con 101 millones de habitantes, aún es uno de los países más inseguros del mundo para dar a luz, en tres lustros ha reducido un 50% las muertes neonatales, según estadísticas gubernamentales. Su estrategia se ha basado en crear una red sanitaria con diferentes niveles de asistencia, desde puestos de salud básicos en aldeas, centros sanitarios en poblaciones intermedias y hospitales primarios en las grandes urbes. También en un plan de sensibilización contra los partos en el hogar, una práctica extendida en Etiopía, donde el 84% de las mujeres da a luz sin asistencia de personal cualificado.

Hawi había cumplido con ese plan perfecto sobre el papel. Había ido a un hospital, había sido atendida por doctores e incluso había realizado los cuatro controles recomendados durante el embarazo. Pero la escasez no permite planes perfectos. Poco antes de la medianoche, cuando Jamila se debatía entre la vida y la muerte en una incubadora, se fue la luz. Los médicos torcieron el gesto: el hospital no tenía dinero para pagar la gasolina con la que mantener encendido el generador por la noche, así que a las doce las incubadoras dejarían de funcionar hasta la mañana siguiente. Si no volvía la luz, los médicos deberían sacar a Jamila de su caparazón protector y dejarla en brazos de su madre para pasar la noche.
La angustia volvió pegajoso el aire en la sala de intensivos. Cada pitido de la incubadora, cada bocanada de aire insuflada desde el fuelle a los pulmones tiernos de Jamila, sonaban a última oportunidad. Hawi maldecía su suerte. Pero no era desdicha, era pobreza: muchos bebés ni siquiera mueren por causas médicas sino porque sus familias no tienen medios para ir a un centro sanitario o el más cercano no tiene las condiciones mínimas.
Desarmada, con una manta de colores opacos apretada entre los dedos, Hawi empezó a rezar. En susurros, como si no quisiera despertar a Jamila.
Minutos antes de medianoche, cuando los médicos ya se preparaban para abrir la incubadora, la luz regresó. Sin avisar. Simplemente sonó un pitido, el rugido del generador terminó y la luz siguió encendida. Hawi respiró aliviada.
Jamila ni se inmutó: solo siguió luchando.