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True Story Award 2021

Tras el represor de Rodolfo Walsh

Sus tres hijas y su mujer duermen. Él no. Es 14 de mayo de 2020 y Ezequiel Rochistein da vueltas en la cama. Está nervioso, tenso. Piensa que es normal, que cualquiera en su lugar lo estaría. Vive en una casa de dos pisos en Ituzaingó, un municipio de la zona oeste del conurbano bonaerense, los suburbios de la Ciudad de Buenos Aires. Es una casa que construyó en varios tiempos, en momentos en los que hubo plata. En pocas horas, este argentino de 42 años, estatura mediana, pelo castaño, al que de niño le decían “el polaco”, tiene que volar a la frontera con Brasil.

El despertador suena y trata de hacer el menor ruido posible para que su mujer no se inmute. Pero ella también se despierta porque está preocupada. No sabe qué misión le fue encomendada esta vez a su marido. En realidad nunca lo sabe. Es un pacto tácito: él no cuenta, ella no pregunta. Pero ahora es diferente. Brasil es el país con más casos de coronavirus en la región y en el mundo. Solo hasta ese día, se registran quince mil muertes y más de 200 mil contagios.

La Argentina, para entonces, está en cuarentena desde hace casi dos meses, cuando el 19 de marzo del 2020 el gobierno argentino decretó el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio en todo el país por la pandemia del coronavirus. De esta medida quedaron exceptuadas las personas que cumplen tareas esenciales: trabajadores de la salud, de la alimentación, funcionarios públicos. Ezequiel clasifica en esta última categoría. Desde el 10 de diciembre de 2019 es director nacional de Investigación Criminal del Ministerio de Seguridad. A él no lo preocupa demasiado el coronavirus. O mejor: es una preocupación secundaria.

Hace pocos días, a principios de mayo, recibió desde Brasil la información de que habían capturado a un genocida. No es cualquier genocida. Se trata de Gonzalo “Chispa” Sánchez, prófugo desde el año 2005, acusado por más de 900 secuestros cometidos durante la última dictadura cívico militar en la Argentina, que tuvo el poder entre los años 1976 y 1983. Sánchez era parte del Grupo de Tareas que operaba en uno de los centros clandestinos de detención más tenebrosos: la Escuela de Mecánica de la Armada —ESMA—. Dentro de esos más de 900 secuestrados hay uno singular, y Sánchez está relacionado con él porque es el único acusado a quien falta capturar involucrado en la causa por el asesinato y desaparición del periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh —autor del libro Operación Masacre— en el año 1977 y es, además, uno de los cinco prófugos históricos de la Megacausa ESMA, uno de los juicios más emblemáticos contra delitos de Lesa Humanidad en Argentina. Los otros cuatro son el capitán de navío retirado Jorge Vildoza y los ex policías Roberto González, Juan Carlos Linares y Pedro Salvia.

Ezequiel Rochistein no logra disminuir su tensión. El operativo del cual es responsable es seguido de cerca incluso por el presidente Alberto Fernández. Según sus amigos, según sus compañeros de trabajo, Ezequiel tiene las cualidades necesarias para el liderazgo, y por eso fue elegido para esta misión: buscar a Sánchez. Ezequiel Rochistein se pone un pantalón negro, una remera, un suéter gris y una campera negra, aunque después la llevará en la mano porque unas horas más tarde la temperatura alcanzará los 21 grados. Prepara una pequeña mochila en la que guarda las llaves, alcohol en gel, algunos papeles. El reloj marca las 6 y el auto que lo llevará rumbo al Aeropuerto Internacional de Ezeiza ya está en la puerta de su casa. Se despide de su mujer y le ruega que se quede tranquila. Se pone el barbijo, ahora de uso obligatorio, y sale.

El aeropuerto vacío, debido al cierre de fronteras, es una imagen apocalíptica. No pasa por migraciones, y se dirige directamente al hangar de la Policía Federal. Allí se encuentra con el resto de la comitiva: el subcomisario Sciglio de la División de Investigación Federal de Fugitivos y Extradiciones del departamento de INTERPOL, y un comisario y dos suboficiales que responden a él; un diplomático de carrera, Gonzalo Urriolabeitia, por parte de la Cancillería; dos pilotos y dos mecánicos aeronáuticos. Son diez pasajeros; volverán —esperan volver— once.

El avión que volará a Puerto Iguazú, la ciudad ubicada en la Triple Frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay, es un twin otter, matrícula LQ-JKE. Esta nave utilitaria puede ser empleada para emergencia sanitaria, traslados de personal, e incluso, si se le colocan unos tanques de agua, puede servir para combatir incendios. En un avión comercial, el viaje duraría una hora y dieciocho minutos. Con el twin otter llegarán en cuatro horas y treinta minutos, con una escala en Posadas, Misiones, para cargar combustible. Mientras espera aburrido, antes de subir, Ezequiel toma algunas fotos. Retrata las alas, la turbina. No tiene redes sociales, pero decide publicarlas en su estado de WhatsApp. Solo sus contactos podrán ver esas imágenes. Ya son las 7 de la mañana y Ezequiel se sienta en la fila 3. No tiene a nadie al lado. En el avión se respeta el distanciamiento social. Se apoya sobre la ventana. Le encanta volar. Su pasión se remonta a la infancia, a un primo más grande que era piloto.

En 1996, cuando Ezequiel tenía 19, ingresó como empleado en la Fuerza Aérea Argentina. Trabajó allí durante casi diez años como personal civil en tareas burocráticas. Durante los primeros años, combinó ese trabajo con la carrera de Economía, pero a punto de recibirse cambió de carrera y se convirtió en abogado. En 2008, participó de forma voluntaria en un Centro de Estudios para la Defensa, un espacio de pensamiento que había armado la entonces ministra de esa cartera, Nilda Garré. Ezequiel entabló un vínculo personal con la ministra quien, en septiembre de 2010, pidió su pase de la Fuerza Aérea al propio Ministerio de Defensa. Tiempo después, Garré pasó a comandar el Ministerio de Seguridad. Ezequiel la siguió y quedó en un cargo hasta hoy.

Son las 7:30 y el twin otter levanta vuelo. El ruido de la turbina será el sonido de fondo durante todo el trayecto. Ezequiel puede distinguir el color y el material de los tejados hasta que la urbe se transforma en mata. Un verde claro, la pampa lisa, algunas vacas, pastizales, el color marrón del río Paraná. Hay momentos de somnolencia, pero el ruido de la turbina interrumpe cualquier atisbo de relajación. Ahora, esa manta rala se eleva hasta convertirse en copas tupidas de árboles, frondosa vegetación, la profundidad de la selva. ¿Qué piensa Ezequiel? Tal vez, que hay muchas cosas que pueden salir mal. ¿Piensa en sus padres? No. En ningún momento piensa en sus padres.

***
Julio César Leston es un exsuboficial de la Fuerza Aérea Argentina. En el año 2000 se presentó como “arrepentido” en la causa que tramitaba la vicepresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Rosa Roisinblit, para encontrar a su nieto robado durante la última dictadura cívico-militar. Muchas mujeres embarazadas secuestradas en la dictadura dieron a luz a sus bebés en centros clandestinos de detención. Ellas desaparecieron, pero sus hijos no: fueron otorgados a personas que los criaron como propios, entre ellos, muchos militares. Abuelas de Plaza de Mayo es la organización no gubernamental que busca a esos bebés robados. En su testimonio, Leston mencionó la existencia de otro bebé, además del de Rosa, apropiado por un suboficial llamado Juan Carlos Vázquez Sarmiento. Leston lo conocía muy bien. Habían sido camaradas de promoción y, en 1977, Vázquez Sarmiento le había ofrecido ser el padrino de su hijo. Leston dijo, en su testimonio, que este niño robado era ahora, en 2000, un joven de 24 años que había ingresado a trabajar en la Fuerza Aérea gracias a su “padre”, suboficial de la Fuerza.

La jueza Romilda Servini de Cubría automáticamente abrió una nueva causa y se comunicó con el joven. Le relató su situación. El joven, de hecho, acababa de enterarse de que era adoptado. Ahora, además, ¿podía ser hijo de desaparecidos? La jueza le preguntó si quería hacerse un ADN, pero él se negó. Y cuando llamaron a indagatoria a quienes eran considerados sus apropiadores pasaron dos cosas: Juan Carlos Vázquez Sarmiento se fugó. No así su esposa, que quedó imputada. Cuando unos meses después la llamaron a una declaración indagatoria, sufrió una crisis nerviosa y el cuerpo médico forense determinó que no estaba en condiciones psíquicas para declarar. Desde ese momento, no pudo vivir sola y se mudó a la casa de su hijo. Cada seis meses, durante los siguientes diez años, él la acompañó a los tribunales para conseguir el certificado de insanía. Eso le permitía gozar de cierta tranquilidad: nadie podría detener a su madre mientras obtuviera la renovación del certificado.

Pero la causa siguió y en reiteradas oportunidades la Justicia le solicitó al joven que se realizara el examen de ADN. Él se negó de forma sistemática. A principios de 2010 el caso llegó a la Corte Suprema de Justicia y le dieron la razón. Dictaminaron que no podían obligarlo a hacerse el examen. A esta altura, el joven ya tenía 34 años, ya estaba casado, tenía tres hijas y sabía que aún no había ganado la batalla final, que solo había ganado tiempo. Su madre estaba con él. El joven estaba al tanto de que un año antes se había sancionado una ley en la que se le otorgaban facultades a los jueces en el caso de que debieran ordenar la recolección de ADN por medios distintos a la extracción de sangre; esto es, el secuestro de objetos que contengan células desprendidas del cuerpo, como ropa, cepillos de dientes, peines. El joven sabía esto y preparó otra coartada por si en algún momento tocaban su puerta. Eso sucedió un tiempo después. Por orden de otro juez, Rodolfo Canicoba Corral, que ahora llevaba adelante la causa, dos policías y personal del Hospital Durand —encargados de hacer los análisis para cotejar la identidad— llegaron hasta su casa. El joven les dio un cepillo de dientes, un par de medias y un calzón. Ninguna de esas tres cosas le pertenecían.

En junio de 2010 el mundo estaba paralizado siguiendo el mundial de fútbol que se jugaba en Sudáfrica. El joven organizaba entre sus compañeros de trabajo un Prode, una competencia lúdica en la que se arriesgan los resultados y estadísticas de cada equipo, de cada partido. El 9 de junio, se quedó después de la hora en el trabajo, solo, ultimando los detalles del Prode. Estaba contento, eso lo divertía. El edificio en el que trabajaba es el edificio Cóndor y pertenece a la Fuerza Aérea. Es un predio de dimensiones descomunales, con plazoletas y playones. El joven cerró su oficina en el octavo piso y caminó el largo trecho rumbo al estacionamiento. Allí, alguien gritó su nombre. Se dio vuelta sin reconocer a los hombres que lo llamaban. Se acercaron para mostrarle la placa que llevaban colgada del pecho: eran agentes de INTERPOL. Le presentaron una notificación del juzgado. Los tenía que acompañar. Como abogado, sabía que no podía negarse ante la citación de un juez; como trabajador de las Fuerzas Armadas, sabía que ellos estaban armados. Apareció un auto, subió en el asiento trasero. El viaje duró pocos minutos. El juzgado federal de Comodoro Py, donde están las oficina del juez que tramitaba la causa, quedaba a tres cuadras del Edificio Cóndor.

En el despacho había dos secretarios del juez y un trabajador del Hospital Durand. Uno de ellos le explicó la situación. Lo habían llamado varias veces, él se había negado a atenderlos, sabían que las prendas y objetos entregados meses atrás eran un embuste. Le pidieron que se quitara algunas prendas. Él volvió a negarse. Dijo enfáticamente que no iba a entregar ninguna prenda de manera voluntaria. Cuando pronunció estas palabras la puerta se entornó y apareció el juez Canicoba Corral. Le dijo que tenía dos opciones; entregar las prendas por las buenas o por las malas. Él, estoico, siguió en su posición. Reiteró que no iba a sacarse la ropa. Entonces el juez pidió que llamaran a personal policial. En una fracción de segundo, el joven dijo “esperá”, y se dispuso a entregar las prendas pero exigió que quedara asentado por escrito que él no estaba de acuerdo con el procedimiento. Delante de todos, se quitó el calzoncillo, las medias y la remera.

¿Qué pensó el joven apenas salió del juzgado? Tal vez que había hecho todo lo que había estado a su alcance, durante diez años, para evitar que la mujer a la que consideraba su madre fuera presa. ¿Qué sintió el joven apenas salió del juzgado?

Alivio.

***

El 20 de septiembre de 2010, Abuelas de Plaza de Mayo convocó a una conferencia de prensa en su sede, en la zona céntrica de la Ciudad de Buenos Aires. Se estima que hay 400 bebés robados durante la dictadura. Por eso, cada vez que encuentran a uno, lo anuncian de manera pública. En la pequeña sala de conferencias se agolparon las cámaras de televisión, los micrófonos, los flashes, los cronistas. Esta vez, anunciarían la restitución del nieto número 102.

El nieto no estaba presente. En la mesa, ante la prensa, había otros nietos, referentes de movimientos de Derechos Humanos y la titular de la ONG, Estela de Carlotto, que dijo: “Fue un proceso muy largo y un caso no sencillo”. Y contó el proceso largo y el caso, que no era sencillo. María Graciela Tauro había nacido en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, el 9 de febrero de 1953. Su familia la llamaba “La Gracie”. Sus compañeros, “Raquel”, “Chela”, “Quela” o “Marta”. Jorge Rochistein había nacido el 25 de octubre de 1952 en la misma ciudad. Sus compañeros le decían “El hippie”, “Ricardo”, “Iricardo” o “Daniel”. Ambos eran pareja y formaban parte de la organización guerrillera Montoneros. Jorge estudiaba economía y tenía condición de líder. El 15 de mayo de 1977 los secuestraron cuando iban a una “cita” de la organización en Castelar, al límite entre Hurlingham e Ituzaingó, en la zona oeste del Gran Buenos Aires. María Graciela estaba embarazada de cuatro meses y medio. La pareja fue vista en la Comisaría 3° de Castelar. Ambos pasaron por el Centro Clandestino de Detención “Mansión Seré”, en Morón, y más tarde María Graciela fue vista en la ESMA, donde en noviembre de 1977 dio a luz a un varón.

No quedaron registros ni testimonios de cuál era el nombre que María Graciela quiso darle a ese bebé, que apenas nació le fue arrebatado. Sí se sabe que sus apropiadores lo llamaron Ezequiel. Ahora, ese bebé es un hombre y tiene otro apellido: Ezequiel Rochistein Tauro.

Una semana antes de esa conferencia de prensa, Ezequiel recibió un llamado. Era de la ministra de Defensa, Nilda Garré. Lo convocó a su despacho. Le comunicó los resultados de su ADN. Era un caso nunca visto hasta ese momento. Sería el primer nieto restituído que perteneciera a una Fuerza Armada. Por eso le dijo que iba a pedir su pase para que trabajara directamente con ella. Le sugería salir del Edificio Cóndor. Aún quedaban militares vinculados a la época oscura y, según ella, era preferible que pasara a trabajar bajo su ala.

Ezequiel a esta altura sabía que su madre no iba a ir presa, pero igual seguía con miedos, con dudas, con negaciones. Después de dos horas de charla con la ministra, ella le dijo que había alguien a quien le gustaría conocerlo. Ezequiel estaba abrumado, así que le dio el aval. El que entró al despacho de la ministra era Leonardo Fosatti, otro joven que hacía cinco años había recuperado su identidad. Durante unas horas, charlaron a puertas cerradas. Leonardo le contó su historia. Después de eso, por primera vez y después de diez años, Ezequiel se aflojó. Después de resolver asuntos burocráticos, como iniciar el trámite para cambiar su apellido—lo que llevaría un tiempo largo—, quiso conocer a su familia biológica: su abuela, la madre de Graciela, su madre biológica, todavía estaba viva y residía en Mar del Plata, una ciudad a 400 kilómetros de Buenos Aires. Ezequiel fue hasta allí y, cuando se encontraron, le pidió perdón por los diez años durante los que se había negado al análisis, que hubieran significado más tiempo de reencuentro para esa mujer que rondaba los ochenta. A la semana siguiente, su abuela viajó a Buenos Aires: quería conocer a sus bisnietas. Apenas entró a la casa, la madre de Ezequiel, que estaba allí, sufrió otra crisis nerviosa. Empezó a llorar y a gritar. Entonces la abuela se acercó a abrazarla.

—Mi abuela le agradeció a mi mamá adoptiva haberme criado con amor.

Ezequiel le dice “mamá” a la mujer que lo crió, con la que aún vive y a la que sigue acompañando cada seis meses al cuerpo médico forense. A sus padres biológicos los llama por su nombre: Graciela y Jorge.

***

Se dicen muchas cosas sobre Gonzalo “Chispa” Sánchez durante su paso por la ESMA.

Miriam Lewin, sobreviviente, dice: “Lo conocí bien. Era un tipo que se daba bastante con los prisioneros. Era un tipo canchero, siempre tostado, bronceado, pelo peinado hacia atrás, lacio, moreno, siempre con vaqueros y camisa a cuadros. Un tipo que contaba a los prisioneros sobre las metodologías que usaban sobre los vuelos de la muerte. Es un tipo de los que podríamos calificar entre comillas como amistoso con prisioneros y prisioneras”.

Ricardo Héctor “Ñeco” Coquet, sobreviviente de la ESMA, dice: “Yo lo que me acuerdo de Chispa es que era medio petiso, algo gordito, que le gustaba la buena vida, se vestía bien, con ropa de marca. Le gustaba la náutica. Un día que habían venido a verme, me tenían sentado en una piecita para interrogarme y este se metió y se puso a charlar, a contarme que le gustaban los barcos, que tenía un barco que se llamaba Gonzalo, como él, y que era diseñador naval. Tuve una charla. Después lo vi varias veces en el grupo de tareas, secuestrando gente”.

Martín Gras, otro sobreviviente, dice: “Chispa era un tipo moreno, más bien bajo, de tez mate, pelo oscuro, con un aspecto deportivo, muy movedizo. Nunca terminó de encontrar su lugar en la ESMA. Él venía sintiendo que su lugar daba para más”.

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El 25 de marzo de 1977 Rodolfo Walsh tenía 50 años. Era, en ese entonces, un periodista y escritor medianamente conocido. Veinte años antes, en 1957, había escrito una serie de notas que se convertirían en un libro titulado Operación Masacre, en el que expuso una serie de asesinatos cometidos por el Estado durante la dictadura de 1955. Ese libro cambió para siempre la vida privada y pública de Walsh y también, para siempre, el periodismo en Argentina y Latinoamérica. Ese día se cumplía un año y un día desde que había comenzado la dictadura cívico militar de 1976. El transcurso de ese año fue trágico. Para Walsh significó perder a muchos amigos, y a su hija Victoria. Algunos cayeron en enfrentamientos con los militares, como su hija; otros desaparecieron. Walsh, que ya era militante de Montoneros, una agrupación de la izquierda armada, pasó a la clandestinidad.

El 24 de marzo de 1977, terminó un texto en el que había trabajado durante tres meses, al que tituló: “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”. Allí expresaba: “El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”. Aunque estaba clandestino, esa carta llevó su firma. Años más tarde, el escritor y periodista colombiano Gabriel García Márquez diría que era una “obra maestra del periodismo”. Ese día, antes de ir a una cita –como se llamaba a las reuniones que se pactaban clandestinamente entre miembros de agrupaciones de izquierda para encontrarse–, despachó la carta por correo para que llegara a diarios y revistas.

La historia que sigue es confusa: Walsh llegó a un punto de la Avenida San Juan en el cruce con Entre Ríos a horas de la tarde, sin saber que esa “cita” era en realidad una emboscada para interceptarlo, como sucedió. El grupo destinado a esa proeza —Walsh no era un personaje cualquiera— estaba integrado por unos 20 miembros del Grupo de Tareas 3.3.2. Entre ellos, estaba “Chispa” Sánchez: en ese momento tenía 26 años y ocupaba el cargo de Oficial de la Prefectura Naval Argentina, miembro del sector Operaciones. Por el “buen vínculo” que tenía con los prisioneros, se puede inferir que iba en un auto junto a alguno de ellos para que les “marcara al objetivo”: Walsh.

La intención de este grupo era atraparlo con vida para someterlo a torturas y sobre todo para obtener información porque, en ese momento, el periodista era el jefe de inteligencia de la organización Montoneros. Pero los planes del Grupo de Tareas se modificaron in situ. Nadie sabía que Walsh llevaba consigo una pistola calibre 22. Se desató una balacera.

No hay un dato certero que indique que Walsh murió en ese momento. Lo que sí se pudo reconstruir a través del testimonio de un sobreviviente, Martín Gras, es que Walsh pasó por la ESMA. Gras, que estaba secuestrado en ese centro clandestino, aseguró haber visto a Walsh postrado en una camilla, con medio cuerpo cubierto por una frazada, aunque no pudo distinguir si aún estaba vivo.

El 12 de septiembre de 1978, un año después de ese episodio, por una resolución secreta en la que se otorgaron distinciones a los miembros del Grupo de Tareas 3.3.2, Gonzalo “Chispa” Sánchez recibió un premio. El fundamento: haber realizado “hechos heroicos y acciones de méritos extraordinarios, individuales o de conjunto”. La firma de la condecoración llevaba la del mismísimo jefe de la Armada: Emilio Massera, uno de los ideólogos de la dictadura.

***

Muchos años después, en octubre de 2005, el Juez Sergio Torres, que llevaba adelante la causa por el secuestro y asesinato de Walsh, dispuso la detención de dieciocho integrantes del Grupo de Tareas 3.3.2. Sánchez ya estaba prófugo.

¿Habrán cruzado palabra Chispa Sánchez y María Graciela Tauro cuando ella estuvo en la ESMA? ¿Habrá pasado Chispa Sánchez por la maternidad clandestina el día en que nació Ezequiel? ¿La habrá torturado Chispa Sánchez? ¿Habrá sido el propio Chispa Sánchez el que la trasladó hacia el avión desde donde la tiraron al río de la Plata?

—Estas mega investigaciones son muy dinámicas. Sigue apareciendo información de alguien que no habló porque no se animó; aparecen nuevos testigos; se encuentra tal o cual archivo; se capturan prófugos. No hay ninguna investigación, en el fondo, cerrada— explica el juez Sergio Torres.

***

El twin otter aterriza a las 13 horas del 14 de mayo de 2020 en el Aeropuerto Internacional de Puerto Iguazú, suelo argentino. La comitiva es recibida por personal de la División Triple Frontera de la Policía Federal. Ese enclave tripartito es un territorio fértil para el desarrollo de actividades ilegales: tráfico de personas, armas, drogas, mercadería de contrabando.

Después de ir al baño y estirar las piernas, Ezequiel Rochistein ingresa a una oficina. El oficial Mieres, jefe de la División Triple Frontera, está hablando con su par del lado brasileño, en la ciudad de Foz de Iguazú. El vínculo entre los oficiales es fluido, cotidiano. Acuerdan que la cita para el traspaso del imputado será a las 14 horas en el puente Tancredo Neves, que conecta por tierra a Argentina con Brasil, situado sobre el río Iguazú.

No hay mucho tiempo. Se arma una “cápsula de seguridad”, cinco vehículos que se disponen en convoy, uno detrás de otro. Desde el aeropuerto hasta el puente hay media hora. En los autos hay policías federales y de INTERPOL. Antes de partir se aseguran de que Cancillería, a través de migraciones, les haya emitido una resolución ad hoc para poder cruzar la frontera, cerrada desde el 20 de marzo por la COVID-19: son las únicas seis personas en toda la Argentina que tienen permiso para cruzar al país limítrofe. Ezequiel sube al primer auto, en el asiento delantero. Es, junto con Mieres, el de mayor rango de la comitiva. Van con él un suboficial y el funcionario de Cancillería, Urriolabeitia. La imagen que Ezequiel ve por la ventana es la de una ciudad turística completamente vacía. Lo mismo cuando se acercan al puente. En un día normal, pasan diariamente 31 mil vehículos. Ahora no hay nadie. Llegan a un control de migraciones y custodia de Gendarmería. Los permisos están. Pueden seguir. La caravana avanza. A mitad del puente, frenan. Desde el otro lado avanzan dos autos. En uno está “Chispa” Sánchez.

***

Tres días antes de que lo detengan y lo lleven de regreso a su país natal, “Chispa” Sánchez está en una reunión familiar, en Sertao do Taquari, municipio de Paraty, una zona costera al sur de Brasil, a unas horas de camino desde Sao Paulo. Sabe que lo están buscando desde hace mucho tiempo, y mucho tiempo es, tal vez, desde el regreso de la democracia en la Argentina, a principio de los ochenta.

La reconstrucción democrática era un rompecabezas en el que algunas piezas no terminaban de encajar. El entonces presidente Raúl Alfonsín ordenó someter a juicio a nueve militares de las tres armas que integraron las Juntas que dirigieron el país desde el golpe militar. Al mismo tiempo, mientras se multiplicaban las incipientes agrupaciones de familiares y de víctimas de la dictadura, instó a elaborar listados de desaparecidos. Sin embargo, los militares de rangos medios y bajos que seguían trabajando en las Fuerzas Armadas aún ejercían presiones sobre el gobierno. Querían evitar a toda costa pasar por Tribunales y terminar tras las rejas. Así comenzó un período de impunidad: desde 1987 hasta 2003, se dictaron una serie de leyes y decretos por los cuales los militares fueron exentos de ser juzgados. Todos quedaron libres.

En los primeros años de democracia, Chispa tuvo dos acercamientos con la Justicia. El primero, en 1984: declaró ante el juez de San Isidro, Elbio Osores Soler. En ese momento, las pocas causas vinculadas a los delitos de la dictadura se iniciaron por alguna denuncia particular o de algún fiscal, pero la mayoría no prosperó. El segundo acercamiento fue dos años después ante el Consejo supremo de las Fuerzas Armadas, una instancia interna del mundo militar que tenía como objetivo la “autodepuración” de las Fuerzas. En su testimonio minimizó la intervención que había tenido en los hechos de los que se lo acusaba: posibles “excesos” en la lucha contra la “subversión”. En esos términos se referían los militares a lo que había sucedido. En su testimonio, Chispa dijo que había sido “invitado” a participar de “algunas operaciones” y sostuvo que su tarea fue la de un “simple ayudante”.

Pero ninguna de esas causas prosperó. Sánchez se fue a vivir a la Patagonia, el sur de la Argentina, concretamente a San Antonio Oeste, en la provincia de Río Negro, una ciudad pesquera. Allí trabajó como arquitecto naval en la Camaronera Patagónica, la mayor empresa de la zona. En 1999, el juez español Baltasar Garzón, que investigaba delitos de lesa humanidad cometidos hacia ciudadanos argentinos de origen español, pidió la detención y extradición a España de 46 represores procesados por genocidio, terrorismo y torturas. Entre esos 46 estaba Sánchez, que, a través de un abogado, logró hacer numerosas presentaciones contra el juez Garzón, lo que le permitió sortear la acusación.

En 2003, aquellas leyes que habían dejado en libertad a los militares se derogaron en la Argentina, y se reactivaron todas las causas por delitos de lesa humanidad. Todo indica que, en ese momento, Sánchez huyó a Brasil. No hay evidencias que den pistas de cómo llegó al país vecino, pero no sería ilógico pensar que lo hizo por la Triple Frontera, la misma que veinte años después cruzará para ser extraditado.

En el año 2005, el juez Sergio Torres, a cargo de la causa ESMA, quiso indagarlo. Pero Sánchez ya no estaba. Tres años más tarde, el mismo juez pidió la captura internacional, y activó la “alerta roja”; es decir, se activaron las fuerzas de todos los países miembros de INTERPOL para dar con su paradero y capturarlo. Otros tres años después, en 2011, Torres reclamó su extradición alegando delitos como secuestros, asesinatos, desapariciones y torturas contemplados en la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Crímenes de Lesa Humanidad de la ONU. Lo encontraron en 2013. Sánchez tenía un nombre falso y estaba en Angra Dos Reis, al sur de Río de Janeiro, en donde se desempeñaba como arquitecto naval en un importante astillero. Entonces pidió asilo político. Mientras esperaba la respuesta del Tribunal Supremo de Brasil, y cumplía con prisión domiciliaria, logró escapar.

En 2017 el Supremo Tribunal Federal de Brasil le negó a Sánchez el asilo político y avaló su extradición. Pero Brasil —cuya Justicia es refractaria a temas vinculados con delitos de lesa humanidad, y donde aún está en vigor la amnistía heredada de la dictadura— no es signatario de la Convención de la ONU. Para el criterio local, los asesinatos atribuidos a Sánchez prescribieron pero no así los secuestros. Por eso, un equipo especializado de INTERPOL en Río de Janeiro es asignado exclusivamente al caso y enviado a hacer inteligencia. Se establece un grupo de trabajo con oficiales de la Policía Federal y se inicia una investigación las 24 horas, los 7 días de la semana. Comienzan actualizando información sobre el fugitivo: tiene una hija brasileña y pertenece a una comunidad religiosa local, evangelista. Como saben que está huyendo y no tiene trabajo, deducen que la familia y los amigos son quienes lo apoyan económicamente. Durante tres meses se infiltran dentro del círculo íntimo de Sánchez, que ahora se encuentra en Paraty. Con la llegada de la pandemia todo se complica. La circulación en la calle disminuye y las restricciones a las reuniones públicas impiden que Sánchez asista a eventos religiosos.

El 8 de mayo, el grupo de trabajo de la policía recibe información que indica que un grupo de personas muy cercanas a Sánchez, incluida su hija, viajan por la costa hacia el interior de Sartao de Taquari. Sánchez está escondido en una casa en las afueras de la aldea, cercana a la reserva natural. El equipo llega tan cerca como puede sin levantar sospechas. Les indican que hay una mujer que va cada diez o quince días a llevar comida a una cabaña. Ese mismo día, a miles de kilómetros, suena el teléfono en la oficina de la Dirección de Asistencia Jurídica Internacional de la Cancillería Argentina. La que atiende es una abogada. La pregunta que le hace el funcionario brasilero es: “¿Estarían interesados en recibir a un prófugo acusado de secuestros cometidos durante la dictadura?” La funcionaria queda pasmada. Desde que Jair Bolsonaro asumió la presidencia de Brasil en enero de 2019, no hubo ninguna extradición vinculada a delitos de lesa humanidad. ¿Por qué la Justicia brasileña está tan interesada en la captura de Sánchez? ¿Se podrían accionar los mecanismos para la extradición en medio de la pandemia? La información sube por la cadena de mandos hasta llegar al canciller, Felipe Solá, quien se lo comunica al presidente Alberto Fernández, que dice: “Por supuesto. Hay que avanzar”. También se le informa al Juez de la causa, que ya no es Torres sino Rodolfo Canicoba Corral, el mismo que, diez años antes, hizo entregar su calzoncillo al hombre que estaría a cargo del operativo de extradición.

El 11 de mayo, con el aval de la Cancillería argentina, la policía toca la puerta de la casa de Chispa. Está en un cumpleaños, rodeado por su familia y sus amigos. Lo detienen. Esa misma noche, duerme en una comisaría en el centro de Río de Janeiro. Cena dos sándwiches de jamón y queso y un jugo, provisto por el Consulado de Argentina. Viste una remera blanca, celeste y gris. La policía le toma las fotos de rigor. Nadie se lo pide, pero cuando se coloca de costado para la toma de perfil, levanta su manga y deja ver, debajo del hombro, una insignia que lleva en la piel. Es un ancla.

***

Ezequiel Rochinstein mira el puente vacío. Es necesario que el intercambio sea rápido y no levante revuelo político. La extradición tiene que pasar absolutamente inadvertida en el país de Bolsonaro.

Las dos caravanas de autos están enfrentadas en medio del puente Tancredo Neves. Una mujer policía baja a Sánchez por el lado derecho del asiento trasero del primer auto. Está esposado y con un barbijo, lleva un jean y una campera azul rompevientos. Sostiene, con las manos juntas, una bolsita de plástico roja con sus pertenencias: remedios y un buzo. La comitiva argentina baja. Ezequiel es el encargado de avisar por Whatsapp todo lo que sucede a las oficinas de Buenos Aires. La policía brasileña le saca las esposas a Sánchez y un oficial argentino le coloca otras. Al protocolo de extradición se le suma el del COVID. Desinfectan sus manos y la bolsa. Le cambian el barbijo y le cubren la cabeza con una máscara transparente de plástico. El subcomisario Sciglio lee los cargos: queda detenido por haber cometido más de 900 secuestros.

Gonzálo “Chispa” Sánchez habla por primera vez:

—No voy a generar problemas. Estoy bien con Dios. Soy pastor.

Antes de subirse al auto con chapa argentina, se despide de la oficial brasileña. Se dicen algo en voz baja que nadie llega a escuchar, pero se percibe que él le agradece. Sube al tercer auto de la caravana, en el que están la policía e INTERPOL. Todavía tienen que registrar el ingreso de Sánchez en migraciones. El viaje hasta el aeropuerto tarda otros 40 minutos. Apenas llegan, se encuentran con un dispositivo de bomberos esperándolos. Al lado del Twin Otter hay una pequeña pileta inflable de plástico. Seis hombres con mameluco blanco y máscaras ayudan a Sánchez a meterse adentro. Lo bañan en desinfectante.

Suben al avión. A Sánchez lo ubican en la fila cinco. Nadie se sienta junto a él pero está atrapado en un triángulo visual desde donde lo controlan tres policías. Ezequiel está en el mismo asiento que ocupó en el viaje de ida, de espaldas a Sánchez. En dos momentos se va a dar vuelta para verlo.

Sánchez mira por la ventana y después entra en un estado de somnolencia. El avión hace la misma escala que antes, y aterriza en Posadas para cargar nafta. Todos descienden. Ezequiel aprovecha para revisar los mensajes de Whatsapp. Tiene muchísimos. Entre ellos, hay uno sin leer en el grupo “43 años de amor” que comparte con otras setenta personas, entre los que hay otros nietos recuperados y familiares de desaparecidos: “Ezequiel, vi que subiste fotos de un avión, ¿en qué andás?”. Aunque todavía no es público, ya lo puede contar. “Estoy trayendo al Chispa Sánchez de Brasil. ¿Alguno quiere que le haga alguna preguntita?”.

El piloto pide que regresen al avión. El mismo ruido, el mismo paisaje. La selva, los árboles, la frondosidad del verde que se convierte en llanura. El campo, las vacas, el río, los tejados.

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Ya en Buenos Aires, después de cumplir una cuarentena de quince días en la Superintendencia de Investigaciones Federales, ubicada en el barrio de Villa Lugano, Chispa Sánchez fue trasladado a Campo de Mayo, una cárcel que sólo aloja a genocidas. Allí le tomaron su primera declaración indagatoria, a través de una plataforma virtual.

No hubo comunicaciones entre las cancillerías argentina y brasileña por este episodio. Sin embargo, la misma semana en que se produjo la captura de Sánchez, el Supremo Tribunal Federal brasileño rechazó la extradición de Oscar González, otro de los cinco genocidas prófugos por la megacausa ESMA. Nadie puede asegurarlo, pero se sospecha que podría ser una represalia por haber extraditado a Gonzalo “Chispa” Sánchez en medio del silencio.