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True Story Award 2021

Almanegra

En el Alto de Ventanas se alzan los últimos ejemplares de una especie desconocida hasta hace poco. En el tronco de esos magnolios, y en su pulpa oscura, están marcados los parentescos
y vicisitudes de una de las más familias vegetales más antiguas y más fértiles para la imaginación humana.

Esta es la historia de un árbol. La historia de uno entre más de tres billones, casi diez veces la cantidad de estrellas que alumbran la Vía Láctea, según cálculos recientes. Es la historia de un solo árbol, pero no por eso deja de ser una historia importante.

El árbol, este árbol, mide alrededor de veintiocho metros. Nadie conoce su edad, pero quienes saben del tema dicen que aparenta entre 150 y 200 años. Tiene un número 2 marcado con pintura amarilla y una franja del mismo color que envuelve una corteza estriada, como la piel de un reptil. Su tronco, entre cenizo y rosa, tiene la forma de una cimitarra, y alrededor de noventa centímetros de diámetro, lo suficiente como para que sea imposible rodearlo con los brazos. Centenares de bromelias, helechos y musgos verdes y marrones crecen aferrados a su corteza. Trepan desde el suelo hasta las cuatro únicas ramas que forman su exigua copa.
El árbol con el número 2 en pintura amarilla se encuentra en un potrero en el Alto de Ventanas, un área montañosa cerca de Yarumal, Antioquia. Yace solitario en una ladera escarpada en medio de un paisaje que hasta hace un siglo albergaba un denso bosque nublado. Parches de vegetación se alzan a su alrededor junto a caminos de barro hoyados por el ganado.

No tiene un nombre propio, pues nadie le pone un nombre propio a un árbol, pero en el último siglo lo han llamado magnolio de monte o gallinazo morado. Si alguien cortara su tronco, la madera blanca del centro, al ser expuesta al oxígeno, se volvería negra como el ébano. De ahí sus otros nombres: almanegra de Ventanas o, simplemente, almanegra. Los contados botánicos que son capaces de identificarlo lo incluyen en la familia Magnoliacea, en el género Magnolia y en una especie denominada Magnolia polyhypsophylla.

Este árbol es uno de los últimos sobrevivientes de su clase. Hoy es uno de treinta y siete en el mundo, de acuerdo con quienes llevan el registro de este tipo de cosas. Esto quiere decir que es menos común que un huevo Fabergé, una biblia de Gutenberg o una persona con más de 20 mil millones de dólares a su nombre. Si dependiera solo del número de individuos, sería más difícil de hallar que un rinoceronte de Java, un leopardo de Amur o un gorila occidental del río Cross, tres de los mamíferos más amenazados de la Tierra. Es más raro que la orquídea subterránea de oeste, una de las plantas más escasas del planeta; que la flor cadáver, una de las más altas y extrañas del mundo; o que el árbol medusa, una especie que se encuentra en solo tres pequeños reductos de las islas Seychelles. Y, sin embargo, su rareza indiscutible no es lo más importante. O no debería serlo.

Eso pensé al verlo en una finca campesina aledaña a una reserva natural, en noviembre de 2019, cuatro meses después de mi primer viaje a Yarumal en busca de un almanegra. Tenía una herida en su tronco causada por bacterias, a unos doce metros del suelo y a medio camino de sus ramas. Un hoyo en la corteza destilaba cañadas de agua negra, un indicio de que su interior probablemente estaba podrido. Por su antigüedad y condición, el tronco tenía cada vez más problemas para sostener el peso de la copa y hacer frente a las ráfagas de viento que lo embestían cada día. Si aún sigue en pie, lo más probable es que muera pronto.

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“Quiero contar cómo eran los bosques”, escribe W. S. Merwin, un laureado poeta neoyorquino que dedicó gran parte de su vida a cuidar palmas en peligro de extinción. “Tendré que hablar en un lenguaje olvidado”. Estamos acostumbrados a los árboles. Los vemos como un elemento inmutable de cualquier paisaje. Una mancha entre verde y marrón tan antigua como la Tierra misma que seguirá allí como trasfondo por los siglos de los siglos. Es una imagen que no es solo errada, sino que además puede ser nociva. Los árboles y los bosques son un desarrollo relativamente reciente: una epifanía evolutiva que, por su dominio actual, parece haber existido siempre –lo mismo que algunas personas creen sobre nuestra presencia en el planeta–.
Las angiospermas, las primeras plantas con flores, se desarrollaron hace 85 millones de años, durante el periodo Cretácico, casi 100 millones de años después de que aparecieran los primeros dinosaurios, y más de 400 millones de años después de que aparecieran los primeros moluscos. Esto quiere decir que, proporcionalmente, si la Tierra hubiese existido durante solo un día, las flores habrían hecho parte de ella durante apenas los últimos 40 minutos.

Las magnoliáceas, la familia del almanegra de Ventanas, fueron de las primeras en florecer. Son parientes cercanas de las anonáceas, la familia de las guanábanas, y de las laureáceas, la familia de los cominos. Y tienen una historia familiar que merece su propio apartado en la biografía de uno de sus miembros.

En 2017, un estudio determinó la forma más probable de la primera flor –por su delicadeza, los fósiles de plantas son extremadamente escasos–. Según los autores, esta tenía pétalos blancos ovalados, organizados en grupos de tres alrededor de un conjunto de estambres y pistilos, las partes masculinas y femeninas de una flor: una descripción que puede aplicar a las flores de una Magnolia grandiflora, el árbol en que la mayoría de gente piensa al escuchar la palabra magnolio.

Las magnoliáceas son plantas extremadamente resilientes. Cucarachas vegetales. Sobrevivieron al meteorito que se dice causó la extinción de los dinosaurios y de tres cuartas partes de las especies de plantas y animales del planeta, así como a la deriva continental y al incremento global de temperatura del Eoceno. Según una de sus posibles historias de origen –porque, como toda familia, tienen varias– migraron por el calor excesivo hacia Europa, a través de Groenlandia, y desde allí se expandieron hasta el norte de Asia. Los árboles no caminan, pero cuentan con el viento, las aves y un ejército de animales terrestres para dispersar sus semillas y ocupar nuevos terrenos. Luego soportaron las glaciaciones de los periodos siguientes huyendo hacia latitudes más bajas. Durante la Edad de hielo del Cenozoico tardío, el momento en el que se formó la capa de hielo de la Antártica, las especies de magnoliáceas europeas se extinguieron y las del resto del mundo se diversificaron a medida que avanzaron hacia el sur en busca de climas más cálidos. Otra teoría sitúa su origen en China y narra su avance a través del Estrecho de Bering hacia Norteamérica y posteriormente a los trópicos. Una más voltea las tablas y ubica su nacimiento en los trópicos y su marcha desde el sur hacia los climas estacionales del norte.

En América, según dos de las teorías, la familia descendió a vuelo de pájaro desde Estados Unidos hasta algunas islas del Caribe, Centroamérica y, tras cruzar el tapón del Darién, llegó a la cordillera de los Andes. En algún momento, mucho antes de que llegaran los primeros hombres a la zona, la travesía hizo una parada en medio de la cordillera Central, en un área lluviosa alimentada por niebla, hoy conocida como el Alto de Ventanas.

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El árbol, nuestro árbol, tiene una historia enredada. A pesar de su edad avanzada, sabemos de la existencia de su especie hace apenas unos veinte años. Esta ignorancia obedece en parte a factores geográficos, pero también está relacionada con nuestra propia ceguera. Era parte del bosque y el bosque se compone de un conjunto de árboles indiferenciables para la mayoría de ojos humanos. En parte por eso, el almanegra de Ventanas se describió por primera vez solo a finales del siglo pasado.

El 22 de noviembre de 1978, en la finca La Flota, no muy lejos de Yarumal, el botánico Gustavo Lozano se topó con un árbol desconocido de casi treinta metros de altura. Durante su vida, Lozano, un profesor del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional, describió más de 75 nuevas especies de plantas, incluyendo casi todas las magnoliáceas que existen en Colombia. Lozano, quien murió en 2000, le tenía un afecto especial a esa antigua familia de plantas florales. Ya había descrito media docena de nuevas especies del género Magnolia cuando se encontró con este árbol de corteza marrón claro, “ramillas verde limón con tinte vino tinto” y flores crema. Lo más probable era que se tratara de un magnolio indocumentado por la ciencia, una oportunidad de nombrar y describir una nueva variedad.

La certificación de una nueva especie de planta requiere, en el más sencillo de los casos, de un estudio morfológico a fondo de las hojas, las flores y los frutos. Es necesario, por tanto, tomar muestras de una pequeña rama que exhiba estas partes. Los botánicos secan muestras, las prensan y las pegan en cartones que luego se alojan en herbarios –museos de historia natural de flora para estudio científico– acompañados de información sobre la planta, el lugar de recolección y las personas que la hallaron.

El análisis minucioso de las partes de la planta es fundamental, pues, como en los animales, muchas veces la diferencia entre una especie conocida y una desconocida depende de rasgos que escapan a simple vista, o a la vista de alguien ubicado en el suelo. Por lo anterior, los botánicos interesados en árboles cargan con tijeras telescópicas que les permiten alcanzar y cortar ramas altas.

Ese día, en 1978, de pie frente al nuevo árbol, Lozano tenía un problema. Todo apuntaba a que se trataba de una nueva especie. Lo sabía con solo ver una hoja en el suelo. Las hojas de las magnolias crecen protegidas por una pequeña capucha llamada estípula. Una vez las hojas están listas, las estípulas se caen, dejando atrás una pequeña cicatriz. En las magnolias del género que antes se conocía como Talauma (estudios genéticos recientes agruparon todos los viejos géneros bajo Magnolia), la capucha deja una cicatriz en el tallo y en las hojas. Y la magnolia que Lozano veía en frente –no era difícil comprobarlo– pertenecía a este género, aunque tenía una característica inusual.

La flor de este árbol apuntaba hacia abajo, como una especie de campana, algo extraño en las magnolias, cuyas flores normalmente se abren hacia el cielo, en forma de cáliz. Tenía seis pétalos gruesos color crema amarillento. Colgaba de un largo tallo marcado por casi una decena de anillos blanquecinos, cicatrices dejadas por sus brácteas, las hojas modificadas que encierran la flor mientras esta crece. Era una planta insólita, y Lozano necesitaba a toda costa una rama, ojalá con sus flores y su fruto.

Su solución, poco ortodoxa y algo cuestionable, quizás es emblemática de aquellos años: Lozano, de acuerdo con lo que cuentan hoy en día los ancianos de la región, le pidió a Eduardo Restrepo, un campesino de la zona conocido como el Mampiro, que le hacía las veces de guía, que tumbara el árbol para obtener la rama, el fruto y la flor. El árbol, el único de su clase del que se tenía noticia en ese momento, cayó por el bien de la ciencia, y Lozano obtuvo todas las ramas que podría haber necesitado. A partir de ellas, anotó toda la información necesaria en la ficha del espécimen que efectivamente se convirtió en una nueva especie para la ciencia: Talauma polyhypsophylla, hoy Magnolia polyhypsophylla (poly: mucho; hypsophylla: hipsófilos o brácteas). De vuelta en Bogotá, archivó la ficha en el Herbario Nacional, donde aún hoy se puede consultar.

Casi veinte años después, un grupo de botánicos se dio a la tarea de buscar más árboles de la especie, partiendo de esa ficha. Inicialmente no encontraron ninguno. Ni en Yarumal, ni en Antioquia en general, ni en ninguna otra parte quedaban almanegras de Ventanas. De acuerdo con Román Restrepo, un campesino de 66 años que ha vivido desde niño en la región, la especie del árbol con el número 2 en pintura amarilla era medianamente común a principios del siglo pasado. Su papá y los demás habitantes de los alrededores utilizaban su madera para construir casas. Sacaban vigas y largueros codiciados por su densidad y fortaleza. Según contaba la mamá de Román, muchos de los almanegras también fueron talados cuando se construyó la represa de Río Grande, en 1941. En ese entonces, la venta de madera se convirtió en un lucrativo negocio para la gente de Yarumal. Se compraban lotes solo para aserrar madera. Yuntas de veinte bueyes partían desde el Alto de Ventanas rumbo a la represa. “Ahí, entre la madera ordinaria, había de todo: almanegra, laurel amarillo, comino, siete cueros”, me dijo Román. Cualquier tronco era se compraba a buen precio.

Tras la tala para la construcción de la represa, el bosque restante se redujo por la ganadería de leche, la principal actividad económica de los campesinos de la región. La mayoría de los árboles se cortaron para crear potreros, un fenómeno usual. Los bosques nublados han sido de los más afectados. En Colombia, según un estudio de la Universidad Nacional, subsiste apenas el 25% de esta clase de bosques. Y en el Alto de Ventanas quedan remiendos de este hábitat, el único, hasta donde sabemos, donde crece la Magnolia polyhypsophylla.

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En julio de 2019, tomé un bus desde Medellín hasta Yarumal, cuatro de horas de viaje hacia el norte para intentar conocer en persona un almanegra. De acuerdo con The Red List of Magnoliacea, del Botanic Gardens Conservation International, en 2016, sobrevivían apenas doce individuos de la especie. Todos, me enteré en el curso de tres viajes, fueron hallados a raíz de una serie de coincidencias a principios del nuevo milenio.

En 1999, un grupo de botánicos reunidos en un congreso internacional en San Luis, Estados Unidos, propuso la creación de un compromiso global para detener la extinción masiva de especies de plantas (desde 1750, han desaparecido por lo menos 571, de acuerdo con un estudio de la revista Nature). La propuesta nacida en ese congreso pronto ganó acólitos en el resto del mundo. Incluso antes de que el plan definitivo se aprobara en las Naciones Unidas, en Colombia el Instituto Humboldt elaboró la “Estrategia Nacional para Conservación de Plantas”, una hoja de ruta que buscaba promover la conservación de plantas a nivel local. El documento buscaba unificar criterios para proteger familias y especies de plantas amenazadas.

Hacia el 2000, los diferentes actores que participaron en la redacción del documento plantearon hacer un piloto de la estrategia de conservación con una familia y un género de plantas. Álvaro Cogollo, del área científica del Jardín Botánico de Medellín, propuso hacerlo con la familia de las magnoliáceas. Lo hizo por curiosidad porque para ese entonces, Cogollo, un afable y corpulento botánico cordobés de voz gruesa y apellido preciso, no tenía mayor idea sobre esa familia de plantas, lo que en cierto modo era extraño dada su larga trayectoria.

Desde niño, Cogollo amaba las plantas. Su abuela fue la curandera y partera del pueblo, y desde que tenía recuerdo la había perseguido para anotar en un pequeño cuaderno los nombres de las plantas que utilizaba para sus labores. En parte por su influencia, Cogollo estudió biología en la Universidad de Antioquia. Para el 2000, ya había registrado más de un centenar de nuevas especies de plantas. No obstante, nunca se había involucrado con las magnoliáceas. Conocía a Gustavo Lozano y su trabajo, por lo que sabía que era una familia taxonómicamente fácil de identificar, que tenía amplia distribución en el país y que en gran medida estaba amenazada. Cumplía los requisitos para el plan piloto, así que la incluyó entre la baraja de candidatas elegidas por cada especialista.

De manera algo fortuita, según me contó Cogollo una tarde de julio en el Herbario del Jardín Botánico de Medellín, las magnoliáceas ganaron la votación. Como recompensa, a Cogollo se le encargó llevar a cabo el plan piloto. Lo primero que hizo fue enviar una encuesta a todos los herbarios y jardines botánicos del país para que le enviaran información sobre las magnolias que se encontraban en sus archivos. Inicialmente, ninguno respondió. Tras unos meses, algunos enviaron correos diciendo que no tenían mayor cosa sobre esas plantas.

No era extraño. Hoy se han clasificado alrededor de 390.000 especies de plantas en el mundo. Por lo menos 298 de estas pertenecen al género Magnolia. La mayor variedad se encuentra en China, donde se reconocen más de 150 especies. Colombia es el segundo país con más especies bajo esta clasificación con casi 40, pero, hasta hace unas dos décadas, la mayoría de los botánicos ignoraban que el país contaba con semejante variedad.

Esto se refleja en nuestra cultura. En varios países del mundo, las magnolias brotan en el arte, la literatura y las creencias populares. En Estados Unidos, la magnolia es la flor oficial del estado de Luisiana, donde es ilegal arrancar las que crecen en las propiedades del gobierno. Walt Whitman, Silvia Plath y Emily Dickinson la mencionan en sus poemas. Robert Mapplethorpe delineó sus pétalos en sus fotografías. En el sur, donde se acostumbraba a colgar guirnaldas de magnolias en las puertas de las casas, la expresión “magnolia de hierro” se usa para describir la fortaleza de una mujer. En general, a la flor se la asocia con esa zona del país, aunque no siempre de forma positiva. Fue el emblema del Ejército Confederado. Uno de los árboles preferidos en las plantaciones de esclavos. La protagonista de “Strange Fruit” (Fruto extraño), la célebre canción de Billie Hollyday en la que se habla del olor “dulce y fresco” de la magnolia durante el linchamiento de un afroamericano.

En el Sudeste Asiático, estas flores se utilizan como aromatizadores en taxis, tiendas y lobbies de hotel. En México, los retoños de la Magnolia macrophylla se usan para decorar las iglesias en Semana Santa. Durante el invierno, en Japón, se solían colgar centenares de poemas de las ramas desnudas de las magnolias y se horneaban pequeños ponqués en forma de los pétalos de las flores. En China, de acuerdo con The World of Magnolias, de la horticultora Dorothy Callaway, los monjes budistas las sembraron en sus monasterios por lo menos desde el año 650. Los poetas y escritores las celebraban, y los artistas las utilizaban a menudo en sus cuadros (en Occidente se hallan en obras de Matisse, Frida Kahlo y Martin Johnson Heade). La corteza, los retoños y otras partes se utilizan aún hoy en la medicina tradicional de muchos países. La magnolia es, además, la flor oficial de Shanghái y el origen del nombre Mulán, el mismo de la princesa que Disney creó a partir de una leyenda del país.

En varios lugares, a las magnolias se les asignan poderes sobrenaturales. En la Universidad de Swarthmore, en Estados Unidos, existe una arboleda de magnolios que supuestamente abre un portal para embarcarse en viajes interdimensionales. Según especialistas en esencias, aromaterapia y otras ficciones, las magnolias son florales de protección eficaces para las personas cuyos cuerpos fueron utilizados en rituales de magia negra en vidas pasadas. Según el tratado Plant Lore, Legends and Lyrics, recopilado a finales del siglo diecinueve por el editor londinense Richard Folkard, el perfume de la Magnolia grandiflora es tan poderoso que puede causar la muerte. Por ello, los indígenas norteamericanos nunca dormían bajo un magnolio florecido. El magnolio, afirma Folkard, es una planta del demonio que pertenece a la misma clase de las adelfas, la manzanilla de la muerte y la “planta de los ladrones de las Montañas de Franco Condado”, cuya savia les da el poder a las brujas para volar en sus escobas.

En Colombia se conocían las especies de magnolias extranjeras, pero, como se dio cuenta Álvaro Cogollo al inicio de su investigación, pocas personas tenían idea de que existían especies locales. Por esto, Cogollo delimitó la búsqueda de magnolias para el plan piloto al departamento de Antioquia. Para empezar, diseñó un afiche de “Se busca”, en el que pedía a las personas llamar al Jardín Botánico si llegaban a toparse con uno de los árboles durante una de sus rondas en el monte.

Ante el silencio generalizado, Cogollo le encargó a Marcela Serna, una incansable ingeniera forestal, exalumna suya en la Universidad Nacional sede Medellín, que llevara a cabo las primeras pesquisas en los alrededores de Yarumal. En esa ocasión, Marcela viajó a la zona tras la pista de una Magnolia yarumalensis, otra especie amenazada. Mientras exploraba los alrededores del pueblo, se topó con un árbol del grupo Talauma en un rastrojo al borde la carretera. Más tarde, y con cierta dificultad, logró identificarlo como un almanegra de Ventanas. En ese momento, ese pariente del árbol con el número 2 en pintura amarilla era la única Magnolia polyhypsophylla viva de la que se tuviera noticia.

En 2002, con recursos de Corantioquia, la corporación autónoma del departamento, Marcela Serna regresó a Yarumal. El viaje tenía el propósito expreso de hallar y reportar la existencia de más ejemplares de almanegra de Ventanas. Marcela es hoy probablemente la persona que más sabe sobre este árbol en todo el mundo. El doctor Gary Knox, profesor de horticultura de la Universidad de la Florida, Andrew Bunting, autor de The Plant Lover’s Guide to Magnolias, y Richard Figlar, taxónomo y ex presidente de la Magnolia Society, tres expertos en magnoliáceas reconocidos a nivel mundial, me recomendaron hablar con ella cuando los contacté para preguntarles por la historia de la familia. Ha descrito varias nuevas especies y puede hablar a fondo sobre casi todas las magnolias colombianas. En ese momento, sin embargo, apenas se estaba familiarizando con el almanegra de Ventanas. “Mirá que con ese árbol yo sufrí mucho”, me dijo.

En aquel viaje de 2002, cerca de un valle por donde pasa un riachuelo conocido como la Quebrada del oro, Marcela contactó a Eduardo Restrepo, el Mampiro, el mismo campesino que 25 años antes había acompañado a Gustavo Lozano a explorar la región. Durante tres días y dos noches recorrieron en vano los valles y las colinas de los alrededores de Yarumal. El presupuesto dado por Corantioquia no alcanzaba para más días, así que Marcela, resignada, llamó a un taxista de confianza para que fuera por ella y la llevara de vuelta al pueblo, donde la esperaba Álvaro Cogollo.

En el camino, recogieron a un grupo de campesinos, entre los que se encontraba Jairo Restrepo, primo del Mampiro. Mientras Marcela le comentaba al taxista sobre su infructuosa búsqueda, Jairo la interrumpió. No quería entrometerse, pero había escuchado la conversación y tal vez podía ayudarla. Él sabía dónde estaba uno de esos árboles, le dijo. Si daban la vuelta, la llevaría de inmediato.

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Desde su llegada a América, los europeos estuvieron fascinados por la familia de las magnoliáceas. Muchas de las variedades norteamericanas pierden sus hojas en invierno y florecen antes de formar nuevas hojas. Por un breve periodo, entonces, son árboles compuestos enteramente por flores, como el chicalá, el árbol de fuego illawarra australiano, o los cerezos japoneses. En parte por eso, pronto fueron buscados a toda costa por nobles, botánicos y jardineros.

En 1688, John Bannister, un clérigo y naturalista inglés, envió a Londres un espécimen de Magnolia virginiana, uno de los primeros intercambios de plantas desde Norteamérica hacia Inglaterra. Bannister nombró a la planta Laurus tulipifera, foliis subtus ex cinereo aut argenteo purpurascentibus, o “árbol de tulipán con hojas de laurel cuyo dorso cambia de cenizo a púrpura”.

El nombre magnolia fue acuñado por el monje bernardo Charles Plumier para describir el género de un árbol conocido como talauma, colectado en Martinica en 1703. Plumier, cuyo apellido hoy se honra en el género Plumeria, al cual pertenecen plantas como el frangipani, quiso hacer un homenaje a Pierre Magnol, el botánico francés que formuló el concepto de familia en el reino de las plantas a partir de la comparación morfológica entre especies. En 1735, Carlos Linneo, el científico sueco responsable del sistema taxonómico moderno, selló la elección del nombre al incluir la denominación de Plumier en su obra Systema Naturae.

En julio de 2019, cerca de 17 años después de la visita de Marcela Serna a Yarumal, Carlos Mauricio Mazo, el gran responsable del descubrimiento de los otros diez árboles que aparecían en la lista roja del Botanic Gardens Conservation International, me esperaba una mañana en el pueblo para contarme cómo fue que él conoció el nombre del árbol. Mauricio, un aficionado de la naturaleza de 37 años, oriundo de Yarumal, se había involucrado con las magnolias a través de Corantioquia y la iniciativa de conservación en la que trabajaban Álvaro Cogollo y Marcela Serna.

En su adolescencia, a Mauricio le gustaba subir al monte “a gaminear” en busca de plantas exóticas, aves y otros animales. En cierta ocasión, encontró el nido de un águila coliblanca en un árbol y construyó un pequeño parapeto para poder hacerle seguimiento. Una madrugada aprovechó para tomarles unas fotos a los pichones. El día en que talaron el árbol donde se encontraba el nido, llevó las fotos a las entidades territoriales para denunciar la muerte de los aguiluchos. No logró nada, pero una de las personas con las que habló lo recomendó con quien hacía de enlace de Álvaro Cogollo en Corantioquia.

En 2004, Mauricio aprendió a reconocer los magnolios y empezó a buscar el almanegra. Hizo salidas a campo con botánicos, orquideólogos, ornitólogos y todo tipo de expertos. Aprendió a diferenciar el canto de las tángaras del Alto de Ventanas; a reconocer los frutos predilectos de los diferentes tipos de quetzales; a identificar los diferentes polinizadores de las orquídeas del bosque de niebla; a notar los múltiples helechos que crecían en las montañas; y a distinguir en cuestión de segundos las especies de magnolios que sobreviven cerca de Yarumal.

En una de esas salidas, Mauricio habló con Marcela, quien lo dirigió hacia Eduardo Restrepo, el Mampiro. Por medio de él, conoció a Jairo, Román y Emerio Restrepo, tres hermanos campesinos, primos del Mampiro. Mauricio les contó sobre el estado crítico de conservación del almanegra y uno a uno los fue convenciendo de que lo ayudaran. Les habló sobre su historia evolutiva y sobre el proyecto que adelantaba el Jardín Botánico de Medellín. Con su ayuda y la de otra gente de la región, siguió buscando árboles, incluso después de que se acabaran los fondos de Corantioquia. “Se acabó el proyecto y quedó huérfano el árbol”, me dijo al poco de tiempo de conocernos. En su propio tiempo, y a través del voz a voz, hizo una lista con las características y la ubicación de los magnolios de la zona.

En mi primera visita, mientras me pasaba un casco y me señalaba la parte trasera del asiento de su moto, me dijo que no solo tenía identificados los doce ejemplares de almanegra mencionados en la Lista Roja, sino un total de 36 especímenes. Marcó cada uno de ellos, incluido el árbol de esta historia, con un número y una franja alrededor del tronco en pintura amarilla. Llevaba casi quince años persiguiendo el almanegra. Conocía su historia, sus particularidades y la ignorancia general que existía alrededor de esta especie de árbol.

Hasta un par de días antes de conocer a Mauricio, yo, al igual que el grueso de la población, ignoraba que la palabra magnolia se refería a un género de plantas. Sabía que era el nombre de una flor y el nombre de una película de Paul Thomas Anderson. También podía señalar los cinco magnolios que crecen en mi cuadra, en Bogotá, pero asumía perezosamente que se trataba de la única especie que existía en el mundo (son, ahora lo sé, ejemplares de la mencionada Magnolia grandiflora, una especie estadounidense que se adapta muy bien a las ciudades). Me había enterado de la existencia del almanegra de Ventanas al preguntar por el árbol en mayor peligro de extinción en Colombia, pero desconocía su origen y las razones que lo hacían especial.

Esa mañana de julio de 2019, en Yarumal, me subí en la moto de Mauricio sin tener mayor idea de lo que buscaba. Me aferré a la silla mientras enfilamos monte arriba luego de salir del pueblo. Al poco tiempo, abandonamos la carretera principal. Tras un recorrido de casi dos horas por trochas y despeñaderos que cortaban las montañas de la cordillera Central, llegamos hasta la entrada de la reserva Los Magnolios. Nos esperaba un grupo de botánicos y ornitólogos de la Universidad de Antioquia que venían a recolectar muestras y observar aves (“Lifer”, dice un pajarero cuando ve una especie de ave por primera vez en su vida). Un par de mulas cargaban la comida, las maletas y los equipos del grupo. Ninguno de ellos tenía idea de lo que era un almanegra.

Camino a una pequeña casa donde pasamos la noche, recorrimos retazos de bosque de niebla donde, hacía un par de meses, las cámaras trampa habían captado tigrillos, venados y un jaguar. Los botánicos cortaban ramas, flores y frutos, y los ornitólogos identificaban aves lejanas a partir de sus cantos. Todos hablaban en latín y me miraban con una mezcla de burla, tedio y compasión cuando llamaba por sus nombres comunes a las plantas y los pájaros. En cierto momento, Mauricio y yo nos detuvimos en medio de un potrero frente a un cúmulo de árboles. Señalando un punto del paisaje a unos quince metros, le pregunté qué era lo que veía en ese lugar. Enumeró en poco más de un minuto veintidós especies de plantas, con sus respectivos nombres científicos. Yo veía pasto, árboles y helechos.

Descendimos monte abajo, atravesando exiguos parches de bosque enmarcados por espacios compuestos de niebla y pastos verde perico. Los cúmulos de árboles eran la excepción. Archipiélagos en medio de un océano de hierba. En 2018, según el Ideam, se talaron en Colombia 197.159 hectáreas de bosques; una superficie mayor a la que cubre Bogotá. Según el Instituto Humboldt, las magnolias se encuentran dentro de los focos de deforestación más grandes del país. (En diciembre de 2019, pedí por primera vez información sobre el tema al Ministerio de Ambiente; me aseguraron datos y una entrevista que aún no llega.) Nuestro recorrido hasta la casa donde pasamos la noche mostraba justo eso.

Desde hacía más de una década, Álvaro Cogollo era consciente de este problema. En 2016, como respuesta a los niveles de deforestación en el área, Cogollo formó la Corporación Salvamontes, junto a un grupo de veintidós inversionistas. A instancias de Mauricio, la corporación compró algunas de las fincas de los campesinos de la zona para volverlas reservas. Más adelante, con el apoyo de organizaciones internacionales como South Pole, adquirieron más tierra. Hoy, Salvamontes cuenta con 330 hectáreas, divididas en tres reservas –Los magnolios, La Selva y La esperanza– donde sobrevive casi dos docenas de almanegras.

La mañana siguiente a nuestra llegada a Los Magnolios, Mauricio, los botánicos, los ornitólogos y yo visitamos uno de los árboles tras una larga caminata a través de rastrojos amortajados de niebla. El almanegra número 26 medía unos quince metros de alto, casi la mitad del árbol número 2, y crecía al lado de un tronco caído en proceso de descomposición. Una maraña de plantas adornaba sus ramas. No parecía tener ninguna característica que lo diferenciara de los demás árboles que se alzaban a su alrededor. Por la época del año, no tenía ni frutos, ni flores. Una nube de moscos nos acechaba bajo sus hojas. Los botánicos le dedicaron un minuto y luego se distrajeron con el canto de un ave.

***

A principios de noviembre de 2019, regresé al norte de Antioquia para visitar otro almanegra y tratar de entender la importancia del árbol. Nuevamente, Mauricio me recogió en su moto en Yarumal. Esta vez, en lugar de un grupo de biólogos y ornitólogos, nos acompañaba Juan Antonio, su hijo de ocho años. Partimos de Yarumal hacia Valdivia y, tras varias decenas de kilómetros, subimos la montaña por otra trocha. Hacia el mediodía, nos detuvimos a almorzar en la casa de Román Restrepo, un primo del Mampiro.

Mientras Juan Antonio comía sánduche tras sánduche de jamón y queso, Román se sentó a hablarme sobre el almanegra. Hacía poco se había convertido en un creyente de la causa gracias a Mauricio, me dijo. Desde entonces, había dejado de talar árboles grandes en su terreno y había permitido que el ganado pastara en los rastrojos.

Hasta hace un par de años, lo común era cortar cualquier clase de árbol. El almanegra, por su rareza y las propiedades de su madera, era de los preferidos para la construcción de casas. En septiembre de 2015, un campesino de 44 años llamado Argemiro Ruiz cortó uno para ese propósito. La madera era tan dura que rompió los dientes de la cadena de su motosierra en el primer intento. La cambió y atacó nuevamente el tronco, de donde sacó las vigas y los largueros de su hogar actual. Al poco tiempo, se enteró del estado crítico de esta especie de árbol. Ahora intenta reproducirlo sacando retoños de otro almanegra en su propiedad.

Hasta ahora no ha tenido éxito, algo usual en los intentos de reproducción de esta especie. Rara vez pensamos en el recorrido de un árbol desde una semilla hasta un individuo maduro. Es un camino espinoso en el mejor de los casos. Una pesadilla en el del almanegra del que trata esta historia. La antigüedad de la especie y su adaptación hiperespecífica al Alto de Ventanas han hecho que los cambios en su entorno se sintieran con mayor fuerza. Y para un ser incapaz de traslado no hay más opción que intentar lidiar con esos cambios. Por eso, la existencia de nuestro árbol es casi milagrosa. Para crecer requirió no solo de condiciones ideales, sino de una inmensa dosis de suerte.

Un almanegra produce frutos una o dos veces al año. No hay datos precisos sobre cuántas veces y cuándo lo hacen, pero, según Mauricio Mazo, normalmente los frutos se pueden observar hacia diciembre y junio. Miden aproximadamente siete centímetros de largo y tienen un diámetro de 2,7 centímetros. Están formados por carpelos, hojas modificadas que encierran una o dos semillas, semejantes a lenguas o escamas alargadas. Los frutos son verdes antes de madurar, pero luego adoptan un tono purpúreo. Se abren una vez están maduros y dejan expuestas unas semillas recubiertas por una cáscara escarlata. Su color encendido y su alto contenido graso las hace atractivas para las ardillas, las tucanetas y otras especies de aves de la zona. “Por cada pájaro que ves por la ventana, 199 [plantas] han muerto”, le dijo William Friedman, director del jardín botánico de la Universidad de Harvard a El País.

Las semilla del árbol con la franja amarilla y el número 2 se salvó del estómago de las aves. Tras ello, necesitó de grandes cantidades de agua para sobrevivir. Esto tiene sentido dado el precario ambiente donde crecen. El bosque de niebla del Alto de Ventanas tiene una precipitación anual de 4.000 mm de agua, más de seis veces la de una ciudad célebremente lluviosa como Londres. Esto quiere decir que cada mes caen cerca de 330 litros de agua por metro cuadrado, más o menos un baldado diario. Esa humedad permitió que la cáscara roja que protege las semillas se cayera y que el almanegra empezara a producir raíces. Pero eso todavía no era una garantía de sobrevivir.

Las probabilidades de reproducción de los árboles son notoriamente bajas. Las semillas deben caer en el lugar apropiado y en el momento apropiado para tener una pequeña posibilidad de continuar con su ciclo. De acuerdo con Peter Wohlleben, autor del libro The Hidden Life of Trees, un haya, por ejemplo, produce 30 mil semillas cada cinco años. Si vive hasta los 400 años, teniendo en cuenta el tiempo que tarda en llegar a la madurez sexual, un haya produciría 1,8 millones de semillas. En promedio, solo una de estas se desarrolla hasta volverse un árbol.

Nuestro almanegra surgió de una de esas semillas que cayó en el lugar adecuado en el momento adecuado. Luego, como cualquier otra planta, empezó a extender sus raíces una vez recibió la cantidad de agua necesaria. Las raíces son importantes dado que se encargan de liberar los minerales de las moléculas en la arcilla. También se ocupan de absorber más agua. En parte lo hacen estableciendo una relación mutuamente beneficiosa con ciertos tipos de hongos. Esta relación, llamada micorriza (mycos, hongo, y rhizos, raíces de las planta, en griego), se descubrió por primera vez gracias al deseo de Guillermo I, rey de Prusia, de cultivar trufas. El biólogo encargado falló en su tarea, pero descubrió que los hongos responsables por las trufas estaban conectados a las raíces de los árboles. Los hongos reciben vitaminas y carbono de las plantas y, a cambio, las plantas como el almanegra reciben agua y minerales. En varias especies, los hongos cubren una mayor superficie de absorción que las raíces, por lo que son los hongos y no las raíces los responsables de la mayoría de los nutrientes que recibe la planta. Un estudio de Marcela Serna y otros investigadores demostró que la Magnolia jardinensis y la Magnolia yarumalensis, dos tipos de magnolias colombianas también en peligro de extinción, establecen relaciones con los hongos y en gran medida dependen de estos para sobrevivir.

A su vez, los hongos suelen establecer relaciones con raíces de varios árboles a la vez. Alrededor del 90% de las plantas establece esta clase de relaciones simbióticas, que no se limitan al intercambio de agua y nutrientes. Varios experimentos han mostrado que, a través de los hongos, las plantas reciben mensajes químicos sobre posibles ataques de insectos, aridez en la tierra y otras posibles causas de estrés. Esta red, bautizada Wood Wide Web por su alcance e importancia, se extiende bajo el suelo en lugares como el Alto de Ventanas, e incluye también a varias especies de bacterias. Sin esa red, el almanegra no habría podido empezar a perseguir la luz solar hace dos siglos. No habría podido alimentarse, producir más hojas y acumular la energía para crecer, robustecerse y darle forma al tronco curvo que hoy desafía las ventiscas. El almanegra, como la mayoría de árboles del bosque, hace parte de una enorme red. Hay un famoso acertijo zen, un koan, que propone lo siguiente: “Si un árbol cae en medio de un bosque donde nadie lo escucha, ¿hace algún sonido?”. Miles, si no millones de seres, sienten el estruendo de su ausencia.

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Después del almuerzo, Román se acercó a Mauricio y le habló en un tono conspiratorio. Creía haber encontrado otro árbol de la especie cerca de la Quebrada de oro, dijo mientras observaba cómo Juan Antonio jugaba con un palo. Se ofreció a guiarnos para que Mauricio pudiera georreferenciarlo en caso de que efectivamente se tratara de otro almanegra de Ventanas.
Mauricio aceptó de inmediato. Pasamos esa noche en el piso de una casa deshabitada en la reserva La Selva. A pocos metros, Mauricio tenía un pequeño invernadero donde durante años había intentado reproducir el almanegra de Ventanas. Media docena de plantas de unos cuarenta o cincuenta centímetros de alto crecían protegidas bajo la polisombra. Cada una, una victoria de lo improbable.

Para evitar la autopolinización, las flores de la Magnolia polyhypsophylla abren primero durante un par de horas como femeninas, luego se cierran, y luego vuelven a abrirse como masculinas. Entre sus pétalos tienen estambres llenos de polen que atraen a un escarabajo, su polinizador natural. En las noches, las flores elevan su temperatura un par de grados centígrados. De este modo, volatilizan una serie de sustancias químicas que atraen a los escarabajos. “Eso es una rumba de bichos –me dijo Mauricio, describiendo ese momento–. Son aromas que tienen efectos bacanizantes en los insectos”. Una orgía de insectos que la magnolia convoca desde hace millones de años. Marcela Serna tiene la teoría de que estos escarabajos también buscan el calor que liberan las flores. El escarabajo, de la familia Aleochara, necesitaría descanso y calor y por eso se detendría en la flor. Allí, el polen se pegaría a su cuerpo y, si todo sale bien, alcanzaría tras el vuelo del escarabajo el estado femenino de otro almanegra en flor.

Si todo lo anterior se da, tal vez se pueda formar un fruto viable. Mauricio desarrolló una pequeña rejilla para encerrar y evitar que los animales se coman las semillas. Estas dejan de ser viables en dos o tres días, así que es necesario que alguien esté pendiente para recolectarlas o todo es en vano. Luego de la recolección, las semillas deben pasarse por una solución química para eliminar algunas de las bacterias que pueden impedir la germinación. Después quedan en manos del azar. La media docena de plantas en el invernadero correspondía a seis días de suerte en casi diez años.

Al día siguiente de nuestra llegada a La Selva, madrugamos para encontrarnos con Román. Arropados por la niebla, seguimos su perfil afilado a través de pastos y caminos de herradura flanqueados por camas de musgo. Juan Antonio corría intentando ir de primero y me lanzaba ramas, hojas y semillas que encontraba en el piso sin que Mauricio lo viera. En general, a todos nos costaba seguirle el paso a Román, a pesar de que él iba de punta de lanza, abriendo camino con un machete.

Luego de casi dos horas, lo vimos. Sobresalía casi veinte metros por encima de helechos, arbustos y enramados. A Mauricio le bastó un segundo para reconocerlo como un almanegra de Ventanas, el número 37 del mundo. Empezó a reírse, felicitó a Román y trató de explicarle a Juan Antonio la magnitud del descubrimiento. Comparativamente, habría sido más fácil hallar un cuadro de Rembrandt, una tribu no contactada o un diamante de 100 o más kilates.

Nos reunimos alrededor del tronco haciendo equilibrio sobre raíces expuestas, bejucos y un suelo empinado en forma de tobogán. Ese almanegra debía tener entre 100 y 150 años, dijo Mauricio. Lo observó durante varios minutos y luego se dedicó a registrar la ubicación exacta del árbol en su GPS. De vez en cuando alzaba la vista para mirar el follaje. Tiene una copa saludable, me dijo emocionado, tal vez pensando en el árbol que habíamos visto el día anterior.
No es fácil que un almanegra viva tanto tiempo. Que cualquier árbol viva tanto tiempo, sobre todo en esta época. Parece casi una provocación. Y no debió ser sencillo para el número 37 ni para el árbol de nuestra historia haber vivido tanto tiempo. Desconocemos los árboles. Sus vidas, sus luchas, sus virtudes. Los ignoramos constantemente. A nuestros ojos, son meros objetos. Estorbos que existen solo cuando nos plantean un problema. Por su aparente inmovilidad, olvidamos que viven. Pero justamente eso es lo que hacen, y por muchísimo más tiempo que cualquier persona. Viven vidas tempestuosas, cargadas de eventos; vidas de luchas silenciosas que incluyen batallas, heridas y cicatrices.

Para haber sobrevivido casi 200 años, el almanegra de esta historia necesitó crear una barrera contra el mundo exterior. Las magnolias colombianas, en general, tienen una madera densa, de acuerdo con Ángela Castañeda, encargada del aprovechamiento de maderas de la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo, en Bogotá. En términos de crecimiento, esto quiere decir que tardan mucho más en desarrollarse que un árbol con una madera menos densa y que necesitan más agua, luz solar y nutrientes para hacerlo. Ese gasto adicional de energía tiene el fin de proteger el duramen o corazón del árbol, las células leñosas que actúan como una suerte de esqueleto o sostén para la albura, la parte viva del tronco por donde se transporta el agua y los nutrientes a las ramas y el follaje.

La barrera es necesaria. El almanegra y todas las plantas deben protegerse de un sinnúmero de peligros. Si estos peligros externos no existieran, un árbol como el Ginkgo biloba podría vivir por siempre, de acuerdo con el biólogo Peter Brown, de la Rocky Mountain Tree Research, una organización dedicada al estudio de la longevidad de las plantas. Como el ginkgo, la mayor parte de las plantas no mueren por envejecimiento. De hecho, pocas alcanzan la vejez. Hay numerosas bacterias y hongos que pueden infectar su madera y con el tiempo causar su muerte. La mitad de todas las especies de insectos comen plantas y los insectos componen entre la mitad y tres cuartas partes de todas las especies en el planeta. En los bosques del norte de Estados Unidos, un árbol debe lidiar con al menos mil especies de insectos. Si en el trópico la cantidad es equivalente, o mayor (que es lo más probable), lo anterior indicaría que el almanegra enfrentó a más de un millar de especies de insectos durante su vida.

Eso por no hablar de los retos que plantearon los hombres, que precisamente se sentían atraídos al árbol por su madera, su propio mecanismo de protección. Por alguna razón, nadie taló al protagonista de nuestra historia. A pesar del grosor de su tronco, de la idoneidad de su madera, de su altura, de estar solo en medio de un potrero, de ser una presa fácil; a pesar de todo, lo dejaron en paz. Un árbol abandonado en medio de un pastizal.

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En diciembre de 2019 quise regresar a Yarumal para visitar el almanegra del que trata esta historia. Planeaba llevar un equipo fotográfico que incluía varios tipos de cámaras y un dron para documentar el árbol. Por temas de seguridad no fue posible. Un grupo de mineros que extraía piedra de la zona ilegalmente había amenazado a Mauricio, por lo que él me recomendó que no viajara. “Vamos a estar lejos de todo, sin comunicación, entonces es mejor no dar papaya”, me dijo. No mucho después, asesinaron a un líder social en Valdivia, un pueblo vecino.
Al árbol, a este árbol, lo vi por primera y única vez el día antes de descubrir el almanegra número 37. Lo visité junto a Mauricio y Juan Antonio. Si aún sigue en pie, tiene la altura de un edificio de nueves pisos y se encuentra en medio de un potrero en una ladera escarpada. Como el número 37, tiene bromelias, chagualos y otras variedades de plantas viviendo en sus ramas, pero en menor cantidad. La raíz de uno de los chagualos desciende desde una rama y envuelve el tronco como si fuese una serpiente. Una capa de musgo naranja cubre partes de su corteza. Avispas azul tornasolado mantienen un nido en un hoyo oval en el costado occidental del tronco. Un follaje insuficiente denota su estado enfermizo, junto a una herida de bacterias, a unos doce metros del suelo, como conté al principio de esta historia.

Por su tamaño y su soledad, tiene algo de anacrónico. Y como la mayoría de los seres anacrónicos inspira cierta angustia. Se encuentra en el Alto de Ventanas, rodeado de pasto, como si fuera un emblema de resistencia. Y sin embargo, su fragilidad es patente. Se ve sólido, pero al mismo tiempo transmite la sensación de que podría caerse en cualquier momento. La angustia nace de esto último. La brevedad de nuestra existencia nos hace menospreciar las condiciones necesarias de la longevidad, cuando menos en otros seres vivos. Admiramos las construcciones que se han mantenido en pie durante doscientos años, pero no dedicamos un segundo a los árboles que han sobrevivido mucho más. Y hay algo asombroso en la capacidad de resistir los rayos, las tormentas, las arremetidas del viento y al resto de la naturaleza, incluidos los humanos, durante más de dos siglos.

Su rareza también genera desconcierto. Es un paso cercano en la posible extinción de una especie, pero en la naturaleza la extinción es la norma. Según los cálculos que hacen los científicos, el 99% de todas las especies que han existido se han extinto. Esto es normal, dado el mecanismo por el que se rige la evolución. No obstante, causa cierta molestia el hecho de saber que los humanos somos en gran parte responsables de la mayoría de las extinciones recientes y de todas aquellas que inevitablemente tendrán lugar en los próximos años. Hoy se extinguen 150 especies al día, según la ONU, y más de un millón se encuentran en riesgo debido al cambio climático.

De acuerdo con la revista Nature, desde que los humanos empezamos a cortar los árboles, el 46% de los bosques del planeta ha desaparecido. En 2019, un reporte de la New York Declaration on Forests halló que, desde 2014, la deforestación ha aumentado un 43%. En total, en los últimos cinco años se han deforestado cerca de 1.300.000 kilómetros cuadrados, casi el equivalente a la suma del territorio colombiano y el ecuatoriano. Esto ha contribuido de manera significativa a la crisis climática. Cuando se derriba un árbol, el dióxido de carbono que este ha absorbido se libera nuevamente a la atmósfera, sea porque se quema la madera o porque se pudre. En la actualidad, según el World Resources Institute, si la deforestación tropical se interpretara como la contaminación de un solo Estado, sería el tercer país más contaminante del mundo, solo detrás de Estados Unidos y China. Somos similares al impacto de un meteorito, acompañado de centenares de erupciones volcánicas en el planeta: los responsables de la mayor extinción masiva desde el fin de los dinosaurios.

Al mismo tiempo, sin embargo, somos parte de la naturaleza, algo que tampoco podemos olvidar. El resultado de nuestras acciones, en esa medida, no es antinatural o el producto de algo externo a los procesos evolutivos que han regido el planeta desde hace más de 4 mil millones de años. Si el almanegra y la mitad de las especies del planeta desaparecen por nuestra culpa, esto no hace parte de un evento ajeno al orden natural. Somos un animal más, uno que utiliza y ha desarrollado herramientas bastante complejas, pero no somos nada que más eso. ¿Por qué, entonces, nos irrita o nos duele contemplar la extinción de una especie?

Los árboles pueden tener propiedades útiles para el ser humano que aún desconocemos (más de 30 mil especies de plantas tienen alguna utilidad para las personas, según un informe del Real Jardín Botánico de Kew), pero eso no es lo importante. Limitar su valor a su posible utilidad es, de nuevo, ubicarnos como algo ajeno y superior a la naturaleza. Hay algo más: “En el último día del mundo/quisiera sembrar un árbol”, escribió Merwin. Hay algo relacionado con eso. Con la capacidad de ver a otro ser vivo, de nombrarlo, de describirlo, de contemplar las minucias de su vida sin necesidad de justificación alguna. De descubrir que sus parientes se encuentran en cada otra esquina cerca de donde vivo. De sentir algo al verlos, pues la historia de un árbol es la historia de millones de árboles.

En noviembre de 2019, Mauricio, su hijo Juan Antonio y yo contemplamos el almanegra 2, nuestro almanegra, durante casi una hora desde una colina cercana. Mauricio intentaba explicarle a su hijo por qué el árbol era especial. Le explicó que era más viejo que nosotros tres juntos. Que llevaba cerca de dos siglos de pie en ese lugar, creciendo, reaccionando a las transformaciones del paisaje. Viviendo. El niño tardó un momento en dimensionar lo que decía su padre. Luego preguntó si algún día se iba a morir. “Todos nos vamos a morir”, le respondió Mauricio. El niño calló un momento, dirigió su mirada hacia el árbol y finalmente volvió a hablar: “Y cuando se muera, ¿lo vamos a enterrar?”.