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True Story Award 2021

Cien días de ataúdes y adioses

Durante más de tres meses de cuarentena nacional nos esforzamos por evadir la muerte: cerramos las puertas de casa, en la calle protegimos nuestros rostros con mascarillas, cuidamos de los enfermos más graves. Sin embargo, en ese periodo, el Perú sufrió 40 mil muertes por Covid-19: casi tantas como las que dejó la guerra contra Sendero Luminoso. Estas son algunas historias sobre las familias y los trabajadores funerarios que enfrentaron esas despedidas.

«El modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere». Albert Camus, La peste


LA FUNERARIA

Algo que Clarisa Huamanñahui extraña de su trabajo, antes de que el virus enlutara la ciudad, es poder hablarle a los muertos. Es un hábito que tiene desde hace seis años, cuando comenzó a maquillar y vestir cadáveres que llegaban a la funeraria. ¿Cómo te gustaría que te pinte, mi reina?, Un guapo vas a quedar, ¡Qué bella estás, linda!, Colabórame para irnos rápido ¿ya, papito? Así les hablaba, dice, para no ponerse demasiado nerviosa: una especialista en tanatoestética debe actuar con precisión quirúrgica —Huamanñahui, en quechua, significa «ojo de halcón»— y no le puede temblar la mano a la hora de ponerle rubor a esas mejillas pálidas, afeitar barbas, depilar cejas y flexionar brazos tiesos por el rigor mortis para vestirlos de traje y corbata.

—Ya no sienten, pero soy muy creyente y pienso que están por ahí mirando lo que uno hace con su cuerpo —dice Huamanñahui, 42 años, acento cálido de la sierra de Abancay—. Antes los dejaba cambiaditos en el velatorio, ahora es imposible.

Desde el inicio del estado de emergencia, hace más de cien días, no ha vuelto a tocar el rostro de un cadáver. Hoy pasa sus días cargando ataúdes que no deben abrirse.

Huamanñahui —anteojos gruesos, enterizo oscuro, mascarilla N95, guantes celestes— lleva una hora afuera del Hospital Nacional Edgardo Rebagliati, uno de los más grandes del país. Tal vez sea una de las pocas mujeres que durante este tiempo —como esta mañana fría de junio, cerca al fin de la cuarentena— recogen fallecidos por Covid-19 en toda Lima: la segunda ciudad con más muertes en el mundo (más de 23 mil) en los últimos cuatro meses, por encima de Ciudad de México y apenas debajo de Nueva York, según el estimado realista del Financial Times.

Con su colega de la Corporación Funeraria Aranzábal, espera junto a una camioneta negra con una corona de flores en el techo, y la puerta trasera abierta que deja ver un ataúd blanco, vacío. Debe recoger el cadáver de un oficial de la Fuerza Aérea, víctima del virus. Pero no son los únicos. En la misma recta de la calle, una fila de camionetas de otras funerarias —en Lima se cuentan unas 280 agencias formales— aguardan desde el amanecer por alguna de las 180 personas que, en promedio, mueren por Covid-19 cada día en el Perú.

Huamanñahui se ríe al recordar las veces que pasó frente a una funeraria y se persignó pensando en «lo horrible» que debía ser ganarse la vida así. Un día de 2014, cuando apenas había llegado a la capital, reemplazó a la niñera del dueño de la funeraria. Luego trabajó limpiando el local, atendiendo clientes. Se involucró tanto en el negocio que al año recibió el encargo de arreglar a una anciana fallecida de un infarto. Jamás olvidará el frío de esa piel amoratada, dice, «no es un frío normal, es un frío indescriptible, tenebroso»: un cuerpo muerto se enfría hasta alcanzar la temperatura del medio ambiente, casi 30 grados menos que los vivos. Con todo, su jefe la felicitó: los familiares quedaron maravillados con la paz que había en el rostro de la abuela. «¿Ves?», le dijo, «Este trabajo es como cualquier otro».

Cuando empezó la emergencia, a mediados de marzo, Huamanñahui decidió dejar temporalmente su empleo para cumplir la cuarentena en su casa de San Juan de Lurigancho. No podía trabajar: por esos días, el Gobierno ordenaba que todo fallecido por Covid-19 debía ser incinerado, sin velorio, para evitar los contagios. Hasta que, a finales de abril, cuando la directiva sanitaria permitió también los entierros, su jefe le propuso volver.

Nada de maquillar difuntos ni preparar capillas ardientes. Solo necesitaría un traje de bioseguridad y la fuerza de sus brazos para cargar una bolsa hermética con el muerto, meterlo en el ataúd más económico (de madera prensada, sin adornos), forrarlo de plástico transparente, rociarlo con desinfectante, llevarlo en la carroza hasta el camposanto privado y listo. La pompa fúnebre en los días del virus debía ser muy sobria, expeditiva, por tanto, más barata. Si antes de la pandemia, Funeraria Aranzábal realizaba hasta cinco servicios fúnebres por mes y cobraba entre 5 mil y 20 mil soles (sin incluir el costo por la sepultura o la cremación), ahora 2,500 soles bastarían para entregar a un fallecido a la tierra o al fuego. En medio de los despidos masivos, donde casi la mitad de limeños de ingresos medios y el 75% de los más pobres ha perdido su empleo, para la mayoría de familias sería imposible pagar miles de soles por un ritual post mortem.

El pago de Huamanñahui, sin embargo, sería bueno. Durante los 107 días de cuarentena nacional, Funeraria Aranzábal recogió 1,300 fallecidos de casas u hospitales de Lima: la mitad de ellos, víctimas de Covid-19 (entre casos confirmados y sospechosos). Por cada muerto, Huamanñahui recibe un «bono de riesgo» de 150 soles. Antes de la emergencia ganaba unos 3 mil soles al mes (salario mínimo + comisiones por ventas). Hoy recibe casi el doble: más de 5 mil. Nunca, dice, había ganado tanto como ahora.

Huamanñahui no recuerda cuántos cuerpos ha recogido exactamente —«más de cien, ya perdí la cuenta»—, pero sí el primero que sacó de un hospital. Con los velorios prohibidos, por pedido de la familia estacionaron la carroza a unos metros de la casa, en un barrio al sur de Lima. Así pudieron despedirse y llorar unos minutos frente al ataúd sellado, antes de dejar que siga su camino al crematorio.

Desde ese día, Huamanñahui atiende servicios que se agendan de súbito, incluso de madrugada, y entra a buscar cadáveres en los contenedores frigoríficos instalados en los hospitales. A veces sus compañeros le hacen bromas, dudan de que una mujer menuda, de manos pequeñas y 1.56 de estatura, pueda cargar ataúdes de más de 50 kilos, porque «el peso muerto siempre pesa más». Ella les demuestra que están equivocados.

—Si me despidieran ahorita, buscaría otra funeraria —dice Huamanñahui, antes de entrar al hospital a recoger el primer cadáver del día y llevarlo al camposanto—. Es un trabajo muy tranquilo, que me gusta… bueno, en el momento que lo hago no, porque luego me entra el remordimiento… Tengo cinco hijos. Si me contagio, no me lo perdonaría.

Después de todo lo que le ha tocado ver, y aunque se sabe que los cadáveres no contagian el virus, todavía le sorprende cómo «ese bicho» la hace pensar en su propia mortalidad. En lo que puede controlar y en lo que no. Sobre todo si vives en el Perú, donde unos 3,500 nuevos casos positivos se detectan, en promedio, cada día. Es algo que hoy advierte a los expertos en salud pública de un posible rebrote de contagios. Y que angustia a Huamanñahui cuando, desde su carroza funeraria, ve a tanta gente en las calles. No tiene la mirada cínica y endurecida que cabría esperar en quien convive a diario con la muerte.

Por eso, desde el inicio de la cuarentena, decidió quedarse a vivir sola en un cuarto del tercer piso de la funeraria. Cada sábado visita a sus hijos, les lleva víveres, pasa el día en casa (sin quitarse el tapabocas). Luego regresa de noche en el bus de siempre, hasta una esquina de la Avenida Arenales, donde trabaja. Y así seguiría, me dijo la última vez que nos vimos, mientras no cambie su empleo por uno menos riesgoso. O hasta que haya una vacuna. Lo que suceda primero.


EL CEMENTERIO

Diablo Fuerte no es precisamente el nombre del enemigo de Dios, sino una mezcla de cal, cemento y yeso, de secado rapidísimo, que el sepulturero Carlos Prado usa para sellar lápidas, una vez ha empujado el ataúd hasta el fondo del nicho. Subido a la plataforma del montacargas, blanquea la tapa de concreto con brochazos de yeso diluido en agua, y en segundos escribe con pintura negra los nombres de una mujer, la fecha en que nació, la fecha en que murió, un Q.E.P.D. y una cruz.

Desde que llegó la pandemia al país, Prado —39 años, negro alto, cabeza rapada— solo pinta cruces de fallecidos por el virus. La de esta mañana de junio, es la número 203 en su lista.

El Cementerio General El Ángel, en El Agustino, guarda desde hace más de medio siglo los huesos y el polvo de unos 600 mil seres humanos. Se trata del último espacio funerario que integró a todas las clases sociales de Lima hasta los años ochenta. En sus 29 hectáreas yacen, en primorosas tumbas de mármol o en mausoleos familiares, magnates como Luis Banchero Rossi, artistas como Chabuca Granda, intelectuales como Augusto Salazar Bondy, políticos como Juan Velasco Alvarado; y del otro lado, a lo largo de una avenida interior flanqueada por palmeras, 660 pabellones verticales con nombres de santos en cuyas alturas suelen posarse algunos gallinazos.

Allí, en esas filas de nichos blanqueados, con mosquitos diminutos revoloteando entre sus pasillos, descansan los muertos que no son célebres. Los muertos del pueblo.

Es aquí donde Carlos Prado fue lustrabotas, limpiador de carros y ayudante de sepulturero desde niño, siempre en un cementerio hirviendo de gente: vendedores de comida, músicos que por unos soles cantaban boleros, familias que pasaban el día con sus difuntos, tomando cerveza, limpiando el nicho, adornándolo con flores, llorando, riendo, viviendo. Incluso cuando la seguridad y el orden mejoró con la nueva gestión de la Beneficencia de Lima, El Ángel podía recibir un fin de semana hasta 45 mil personas: suficiente público para llenar el Estadio Nacional. Y así fue hasta que un día el virus golpeó la ciudad, nos confinó en nuestras casas y obligó al cementerio a cerrar sus puertas a las visitas.

Este año nadie pudo dejar flores en el Día de la Madre ni el Día del Padre. Misas y velorios están prohibidos, quién sabe hasta cuándo. Hoy solo carrozas fúnebres con dos o tres ataúdes forrados en plástico ingresan cada día hasta los pabellones San Amadeus I, San Ananías I y San Afrodisio I, los dos últimos, adquiridos por el Ministerio de Salud para enterrar exclusivamente a fallecidos por Covid-19. Como el Presbítero Maestro —el antiguo museo-cementerio ubicado frente a El Ángel— tiene pabellones destinados a víctimas de la epidemia de malaria que azotó Lima a fines del siglo XIX, la administración nombró estos nuevos espacios «los pabellones de la pandemia del siglo XXI».

Durante la cuarentena, Carlos Prado y sus cuatro colegas sepultureros —que ganan hasta 1,700 soles al mes, de acuerdo a su antigüedad— enterraron a 251 fallecidos por el virus en esos cuarteles. De ese total, 218 fueron sepelios cubiertos por el Sistema Integral de Salud (SIS) —a través de las Direcciones Regionales de Salud (Diris) Norte y Centro— para familias de más bajos recursos.

Antes de la pandemia, cuando un asegurado del SIS fallecía, su familia recibía mil soles como reembolso por gastos funerarios. Hoy, en el contexto de la emergencia, si la familia decide enterrar o cremar a su fallecido (esté asegurado o no), el SIS asume el costo (unos 3 mil soles) del recojo del cadáver, el traslado al cementerio, el ataúd, y el servicio del horno crematorio o un nicho temporal, donde permanece hasta por 10 años. En El Ángel, un nicho así cuesta entre 2,200 y 4,800 soles, dependiendo de la altura a la que se encuentre del suelo. «Es como los departamentos», me había explicado Daniel Cáceda, subgerente de negocios y cooperación de la Beneficencia, «mientras más arriba, más barato». De ese modo, hasta el fin de la cuarentena, el SIS financió en Lima y Callao los gastos de sepelio de 4,254 fallecidos por Covid-19 (casos confirmados y sospechosos): 70% de ellos fueron incinerados y el 30% restante, sepultados. En este grupo se cuentan los muertos que esta mañana, en el pabellón San Ananías I, reciben la bendición de un sacerdote.

Las familias, a dos metros de distancia, graban el momento con sus celulares, hacen videollamadas para quienes no pudieron ingresar con ellos. Una nube de mosquitos revolotea entre nosotros. Se posan en los protectores faciales, en las orejas, en el pelo, en nuestra ropa, y en la sotana blanca del padre Reyber Guerrero Pintado, capellán de El Ángel, que ahora mismo las espanta con el Nuevo Testamento de tapa roja que trae en la mano.

Desde que inició la emergencia, el padre Guerrero —35 años, piurano, gafas oscuras, de la orden María Madre de los Apóstoles— estuvo confinado en su cuarto alquilado a unas calles de aquí. Pero decidió volver al trabajo cuando se permitieron los entierros, y supo de fallecidos por el virus que eran sepultados «sin nadie que rezara por sus almas». «Era necesario por una cuestión de humanidad», me había explicado Daniel Cáceda, director del cementerio. «Somos la burocracia del dolor ante la pérdida, y tenemos que darle tranquilidad a la gente, que el muerto se vaya tranquilo». Funcionario y religioso reconocieron que, en un país donde 7 de cada 10 de peruanos se identifica como católicos, era urgente cumplir con el responso, esa última oración por los muertos. Como hace ahora el padre Guerrero, que rocía agua bendita sobre los nichos desde una botellita con forma de virgen.

Evangelio de Juan. Capítulo 11. Historia de Lázaro, el que Jesús resucitó de entre los muertos.

«Yo soy la resurrección y la vida…», recita el padre y en su sermón exprés de siete minutos parece evitar esa palabra definitiva: para él, los muertos no han simplemente muerto, sino que «han pasado a mejor vida», «ahora descansan en paz» o «han sido llamados por nuestro Creador». A pesar de que él mismo tema que su madre, que vive en Piura, se infecte, el padre Guerrero está convencido de que esas frases dan consuelo, aunque para algunos apenas lo haya en estos días. Porque pesa más el desamparo del duelo y el aguijón de una duda que nunca sabremos resolver del todo: ¿pude haber hecho algo más para que sobreviviera?

Eso ha pensado Eleuterio Pérez, de Comas, que un día perdió a su hermano por el virus, dos días después a otro y dos semanas después a su madre, María, 67 años, a quien esta mañana acaba de sepultar en el nicho 14E, luego de esperar en vano una cama en el Hospital Dos de Mayo. ¿Debió insistir más para que lograran atenderla? Algo parecido le pasó a Ivonne Sandoval, de San Martín de Porres, que acaba de enterrar a su padre, Reynaldo, 60 años, que murió asfixiado en su cama por la neumonía. Ahora descansa en el nicho 15F. ¿Habría sido diferente si hubiera pagado la inicial que le pedía esa clínica? A Ivonne le queda el consuelo de haber sostenido la mano de su padre hasta el final.

—Me siento mal por haber botado su colchón, sus frazadas, por temor al virus, y por evitar los recuerdos, para que mamá no sufra —me contó Ivonne, luego del responso del sacerdote—. Hubiera preferido que lo cremen, tener sus cenizas, compartir con él las fiestas, la Navidad, pero mamá no pensó así. Dice que al muerto hay que dejarlo con los muertos.

* * *

Cerca al mediodía, cuando las familias ya se han marchado, el sepulturero Willy Loyola puede liberarse por fin de su mascarilla industrial. Loyola es un trujillano de 55 años y nariz abultada, que atropella las palabras cuando habla. Es el más veterano del cementerio —36 años de oficio— y ha enterrado más gente de la que puede recordar. A los muertos de la matanza de El Frontón, en los ochenta. A los muertos de la epidemia del cólera, en los noventa. A los muertos en el incendio de Mesa Redonda, en 2001. Y al primer muerto Covid-19 sepultado aquí, un 25 de abril: un señor fallecido en el hospital de Collique, en un ataúd blanco. Loyola se acuerda bien de ese día por un detalle:

—No vino nadie a despedirse de ese hombre —recuerda Loyola, mientras se quita las botas de jebe, en el almacén donde guarda sus herramientas—. Es jodido morir así, solo.

La imagen de ese ataúd blanco, sin familiares ni sacerdote, lo entristeció. Sobre todo, cuando días después él mismo perdería a su hermana mayor por el virus. Ella, en un hospital de Trujillo. Y él aquí, tan lejos.

—Ahí ese temor que sentía tomó mi cuerpo —cuenta Loyola, que vive con su esposa y sus dos hijas—. Ya no quise venir al cementerio, entonces me entregué mucho a la Virgen de la Puerta de Otuzco. Cada mañana me entrego a ella, porque hay que seguir trabajando.

Loyola se disculpa y se pone el tapabocas. Debe salir a buscar su táper con comida. Lo esperan sus compañeros, junto a un pabellón de nichos, bajo la sombra de unos árboles. Ahí están Juan Manuel Quito —conocido como Colita, por su curioso peinado—, su hermano Fausto y Raúl Zarataco, también sepultureros cincuentones. Aquí no hay mosquitos ni gallinazos merodeando. Hay arbustos, algunas flores. Una cumbia suena desde un radio a pilas. Mientras almuerzan guiso de pollo en platos de tecnopor, liberados de los trajes de plástico, me cuentan de un compañero suyo, fallecido por el virus. Un empleado del área de estadística, que registraba los entierros. Falleció en casa, con 60 años. Ellos lo sepultaron. Es la única perdida, dicen. Por ahora.

Colita: Menos mal en las pruebas que nos han hecho, dimos negativo. Por eso nos ponemos doble mascarilla, lentes, guantes…

Fausto: Como uniforme de extraterrestre.

Colita: Pero no es por el muerto, porque el virus muere a las horas dentro del difunto. Es por la familia, que no entiende y se ponen a llorar y se acercan demasiado, otros se molestan y hasta te amenazan…

Fausto: En abril nomás, en plena cuarentena, se metieron al cementerio como 40 maleantes con un cajón. Querían enterrar a su líder, y qué vas a hacer pues si vienen así, te dicen «abre, conchatumadre», sacan su pistola, ¿y qué haces? Dejarlos pasar nomás…

Colita: Se subieron al montacargas como arañas, disparaban al aire y cuando le estaba poniendo el Diablo Fuerte a la lápida, uno me dice: «Tápalo bonito, sino estás muerto».

Fausto: Los primeros días yo no quería venir, a la franca. El virus es lo que da más miedo.

Colita: Es que antes te olvidabas de ponerte guantes y lo agarrabas al muerto así nomás, te ponías una bolsa de plástico, y luego te comprabas tu gaseosa y comías tu pollo sin lavarte las manos.

Fausto: Ahora nos echamos alcohol y nos lavamos con jabón Bolívar, y cuando salimos del trabajo nos bañamos bien bañados.

Zarataco: Lo peor es el tema psicológico, es traumático los Covid.

Colita: Por eso trabajamos 15 días en Covid y otros 15 días muerto normal, es más relajado. Estar ahí más de un mes, en el mismo sitio, es complicado. La otra vez enterramos 13 muertos Covid en un día.

Zarataco: Si hasta con ver televisión uno se loquea. Todo es Covid Covid Covid, eso nomás es. La prensa está llena de esa vaina. Te da dolor de cabeza.

Colita: Antes me chocaba que lloraban los familiares, me llegaba al corazón, y me ponía a un lado, calladito nomás…

Zarataco: Cuando los niños lloran es chocante. Es un sentimiento más puro, pero los adultos dicen «mamá, voy a venir a verte todos los días», pero luego se olvidan, ni más vienen. A veces uno ante el dolor se vuelve un poco fuerte.

Colita: Por eso yo acabo mi trabajo y me pongo a sembrar unas rositas por ahí, me pongo a hacer hora, y me olvido de esas cosas.

Esa tarde, devorado su guiso de pollo, Colita se levantó del balde donde estaba sentado para mostrarme su jardín: un pedazo de tierra húmeda con una veintena de tallos verdes. En unos meses se convertirán en rosas que ofrecerá a las familias que visiten El Ángel cuando todo esto pase. Como vive solo en un cuarto alquilado a unas calles del cementerio, pasa sus tardes aquí para no extrañar demasiado a su mujer. Ella vive en Barranca, un pueblo del norte, al que no sabe cuándo podrá volver.

—Para que se vea bonito el cementerio tiene que haber plantas, flores —me dijo Colita—. Si no hay nada, ¿qué parece? Un lugar sin vida, ¿no?


EL CERRO

En la parte alta de este cerro, rodeado de neblina, Luis Vásquez cava una tumba desde las cinco de la mañana. Tiene medio cuerpo metido en una fosa de dos metros de largo, 80 centímetros de ancho y 1.40 de profundidad: lo suficiente, dice, para que un ataúd encaje sin problemas. A golpes de comba y cincel parte una enorme piedra, que luego palanquea con una pata de cabra.

—Hacer hueco para un difunto tiene su técnica —dice el enterrador de 40 años, sin tapabocas ni traje especial, mientras se seca el sudor de la cara sucia de tierra—. Con este serían casi 50 huecos Covid que hice yo solito.

El cementerio se llama Mártires del 19 de Julio, conocido también como Belaúnde, y es tan grande como 70 canchas de fútbol juntas. Vista desde el aire, el asentamiento humano Carmen Alto, en Comas, con sus lozas de fulbito, mototaxis, comercios, micros y casas en las laderas de los cerros, se confunde con los cientos de tumbas y nichos que se han acumulado aquí desde los años sesenta: cuando familias enteras llegaron de los Andes a la capital y fundaron distritos que hoy forman los llamados Conos.

Aquí llegaron a buscar un lugar dónde vivir. Pero también dónde morir. Formaron barrios y también cementerios clandestinos, pues no podían pagar los costos de los cementerios de la Beneficencia de Lima (como El Ángel, cerca al Centro Histórico) ni los camposantos privados (que aparecieron luego, en los noventa). Entonces, una noche, un vecino buscó a las afueras del barrio un terreno fácil de remover, sin muchas piedras, cavó una fosa y sepultó el ataúd de su pariente. Dejó una marca para recordarlo: un montículo de piedras, una lápida, una cruz. Tal vez rezó. Luego hizo lo mismo otra familia y otra más, y las tumbas y los nichos y se fueron multiplicando, sin planos ni orden, hasta tocar la tierra donde los vecinos recién llegados iban levantando más y más casas.

Medio siglo después, desde la cima del cerro, es difícil distinguir dónde termina la ciudad de los muertos y dónde empieza la de los vivos.

Sobre todo porque durante la pandemia se han agotado los espacios para más entierros en la parte baja del cementerio. Datos de la Diris Norte indican que Comas es el distrito de su jurisdicción que registró más muertes por Covid-19, unas 290, hasta el fin de la cuarentena. Y según cálculos de Essalud, es el distrito que, junto con Carabayllo, registra el mayor porcentaje de casos activos en toda Lima.

Por eso a Luis Vásquez, hijo de un sepulturero llamado Juan de Dios, fundador de este cementerio, no le sorprende que solo haya lugar para muertos nuevos acá, bien arriba, donde ahora mismo cava una tumba. Todas las cruces que nos rodean, dice, son de muertos por el virus.

—Da miedo, hermano, pero habiendo chamba, no vas a desperdiciar, ¿no? —dice Vásquez, sin dejar de picar la piedra—. Lo bueno que acá estoy solo. La contaminación está en los mercados, en los buses, entre los vivos. El cementerio es más seguro, aunque no lo creas.

Antes de la emergencia, Vásquez cavaba cuatro o cinco tumbas por mes. Ahora, hace una por día y cobra por ello 130 soles. Los ocupantes de tales fosas, dice, son ancianos en su mayoría. Una empleada de la municipalidad, que administra el cementerio, me diría luego que, de cada 20 entierros diarios, siete son casos confirmados de Covid-19, según su acta de defunción. Pero Vásquez dice que puede saberlo si lo son por un detalle: esos ataúdes llegan forrados en plástico.

Un rato después, cerca de las nueve, llegaría el primero del día.

De inmediato unos muchachos, con trajes negros de bioseguridad y respiradores industriales, salieron a recibirlo. Siete familiares —el máximo permitido— entraron por la fachada azul del cementerio, acompañados de un funcionario de la municipalidad y unos reporteros de un canal de televisión. Unos perros iban detrás de ellos, sin dejar de ladrar. La cámara hizo las tomas que hemos visto tantas veces por estos días. De los deudos con mascarillas, protectores faciales y los ojos llorosos. De los sepultureros cargando en hombros el cajón plastificado. Del funcionario informando de «los grandes esfuerzos» del alcalde en la gestión de la pandemia.

Y en lo alto del cerro, un hombre seguía cavando una tumba.

«El Perú es una montaña coronada por un cementerio», escribió Manuel Gonzáles Prada hace más de un siglo.

Podría ser un titular de hoy —o un epitafio— en este lado del mundo.

* * *

En los días del virus, a veces la muerte empieza mucho antes de que lleguemos a enfermar. Empieza con una decisión, inofensiva en apariencia, sin un suceso memorable.

Observemos, por ejemplo, a este hombre: Carlos Enrique Bravo, 55 años, vecino de Comas. Resiste dos meses de confinamiento, junto a su mujer y su hijo, sin trabajar. Hasta que un día debe sacar cuentas. Los ahorros de su negocio de zapatillas se agotan. El Bono Universal Familiar, esos 760 soles tan publicitados por el Gobierno nunca llegaron. Y hay que pagar la casa, el pan, la luz, el agua. Entonces un día de junio, en pleno estado de emergencia, se levanta temprano, toma el desayuno, se pone una mascarilla de tela y decide arriesgarse: sale a ofrecer su mercadería en las calles. Trae algo de dinero a casa, pero unos días después comienza a sentirse mal. Tose. Respira con dificultad. La fiebre lo tumba en su colchón. Su mujer lo lleva a un hospital colapsado, donde otros hombres como él esperan una cama. Todos sabemos como termina esta historia.

Una semana después, frente un ataúd forrado en plástico, un señor canoso, de casaca negra y panza prominente, dice de ese hombre que era su amigo:

Gordo Quique,
nos tomaste la delantera,
seguramente en algún momento de la vida
nos encontraremos.
Para seguir bromeando, conversando.
Nosotros estaremos para apoyar a Carlitos,
no estará solo.
Gordo Quique, ya hermano,
cualquier momento te sigo,
espérame.
Ya sabes, guarda mi sitio.

Un niño deja unas flores blancas sobre el féretro, antes de que ingrese al nicho, en la parte alta del cementerio. El sepulturero encaja la lápida, la sella con cemento, repuja con un palito los datos del fallecido.

No hay sacerdote o alguien que dirija el responso, pero todos, amigos y parientes, agachan la cabeza durante un minuto, como si rezaran.

Julia Penadillo, la viuda, me contaría más tarde que dio positivo para Covid-19, pero logró recuperarse en casa. Lo que realmente le preocupaba era no tener dinero para sepultar el cuerpo de su marido. Para una persona sin trabajo ni ahorros, el gasto era imposible: pagar 400 soles a la municipalidad por el derecho de entierro + 1,500 soles a la funeraria que recoge el cadáver y lo trae al cementerio en un ataúd + 1,500 soles para construir el nicho más sencillo. En esta zona de Lima, enterrar a un muerto Covid-19 le cuesta a una familia casi cuatro salarios mínimos.

La viuda dice que el Seguro Integral de Salud (SIS), al que estaba afiliado su esposo, aún no le ha entregado el reembolso por gastos de sepelio que, se supone, deberían recibir las familias más necesitadas. Le dijeron que debía esperar a que pasara la cuarentena.

—Pero yo no podía esperar —me dijo—. Gracias a Dios todos sus amigos han juntado la plata. Me siento tranquila, al menos sé donde está su cuerpo.

Penadillo cuenta que en su tierra, la sierra de Huánuco, cuando alguien fallece, familiares y amigos comen, beben, tocan música en nombre del difunto. Es algo que le hubiera gustado a su marido, dice. Esa costumbre de conservar y honrar el cadáver de una persona tal vez se debe, más que a rituales católicos, a las reminiscencias de la sacralidad prehispánica. En Memoria y muerte en el antiguo Perú, el arqueólogo Peter Kaulicke explica que dicha tradición se refleja en la cercanía que tenían nuestros antepasados con el mallqui, la momia, que participaba de las celebraciones: el muerto no es abandonado, sino que se debe actuar como si estuviese presente, porque su alma no muere.

Antes de la pandemia, en este cementerio de Comas familias enteras pasaban el día y comían los platos favoritos de sus muertos y bebían cerveza y tocaban la música que les gustaba en vida. Hoy, por la directiva sanitaria, están prohibidas esas reuniones. El funeral del marido de Julia Penadillo apenas duró 20 minutos.

Como ese, el día que visité el cementerio hubo hasta cuatro entierros simultáneos. Los sepultureros llegaban a una fosa o a un nicho vacío, dejaban allí el ataúd y de inmediato se montaban a una vieja camioneta para bajar a la entrada del cementerio a recibir otro muerto. Son unos 15 hombres organizados en la Asociación de Trabajadores Independientes del Cementerio del Carmen (Atica). Si bien son los más jóvenes los que hacen los trabajos, sus fundadores, los más viejos, aún siguen activos: ellos negocian los contratos con los deudos.

Así conocí a un sepulturero llamado Inocente Prudencio, de 78 años, que no hace cuarentena porque «uno tiene que comer, además en mi casa me aburro». Y a Horacio Mallanga, de 66, que tiene 11 hijos y cuatro décadas abriendo fosas que le han dejado cicatrices en las manos. Y a Segundo Benítez, de 71, rebautizado por los sepultureros más jóvenes como Tío Covid, por ser «población de riesgo». Todos ellos, por ser socios, tienen un espacio reservado en este cementerio. Por ahora conservan la tranquilidad de estar a salvo: personal del Minsa les hicieron pruebas rápidas y dieron negativo. Solo han perdido, hasta ahora, a tres colegas suyos por el virus.

Uno de ellos fue Manuel Puse Maco, otro fundador del cementerio, mejor conocido como Comba. Un norteño palomilla y lisuriento, de cabeza grande y cuadrada como una comba. Cuando empezó la cuarentena, manejó hasta Chiclayo llevando a un familiar infectado. Comba tenía 68 años y era diabético. Un mes después estaba muy grave en su casa, conectado a un balón de oxígeno. Un día lo llevaron de emergencia al hospital de Collique.

—Pero llegó cadáver —cuenta Víctor, el segundo de sus hijos—. La muerte no avisa donde te va a tocar.

Según el reglamento de la asociación, el hijo de un sepulturero se convierte en socio inmediatamente después de que el padre muere. Por eso Víctor ha heredado el chaleco azul, el celular, el viejo auto rojo y los clientes del difunto. Ahora trabaja con tres de sus 11 hermanos. Él hace los contratos, ellos ejecutan las obras.

—Todos querían ser sepultados por el señor Comba —me había contado el sepulturero Luis Vásquez—. Incluso había familiares que, cuando no tenían para hacer el hueco, él les ayudaba.

Vásquez cuenta que al inicio de la emergencia llegó al cementerio la familia de una chica asesinada por su pareja. El cuerpo llevaba varios días en la morgue. La familia no tenía para pagar a alguien que la sepultara. Entonces sus parientes llegaron a un sector despejado del cerro a cavar la fosa por su cuenta. A Vásquez eso lo conmovió y, con sus compañeros sepultureros, les prestaron lampa, pico, una soga y le dieron una cruz de madera. Como solía hacer el viejo Comba, su vecino y uno de sus maestros.

—A veces tú das y Dios te recompensa —me dijo Vásquez—. En esta vida no todo es plata.

Por eso hoy, en el nicho de Comba nunca faltan azucenas amarillas junto a su fotografía. Tampoco uvas y melocotones —sus frutas favoritas— y una botella de cerveza Cristal, que le deja la gente que lo conoció y lo quiso.

* * *

En su libro El enterrador, Thomas Lynch, poeta y director de una casa funeraria, dice que, tras cualquier catástrofe, necesitamos de regreso los cuerpos de los muertos «para dejarlos ir —en nuestros términos, a nuestro ritmo, para decir que no se pueden ir sin permiso, sin perdón, sin nuestros respetos—, para decir que queremos una oportunidad de decir adiós».

Y eso es lo que la familia Yauli Bendezú necesitaba hacer ahora. La tumba que un sepulturero cavó más temprano en lo alto de este cerro debe ser ocupada.

Están a unos metros de los hombres que, en sus trajes negros de bioseguridad, bajan el ataúd plastificado: uno, dentro de la fosa; el otro, desde arriba, sostiene con una soga el cajón en su descenso hacia la tierra.

Ahí va quien en vida fue César Yauli, comerciante de carne de res, fallecido por el virus a los 77 años. Su sobrina, Jocelyn Villegas, dice que, en el Hospital Cayetano Heredia, de San Martín de Porres, les ofrecieron la posibilidad de cremar o enterrar el cuerpo. Pero la familia no aceptó. Les daba terror que las denuncias que habían visto en televisión fueran ciertas: una familia exigía el cuerpo de un señor fallecido por Covid-19, que el hospital había extraviado.

—Tuvimos que firmar un papel, donde dice que nosotros nos haríamos cargo de mi tío. Queríamos verlo, despedirnos de él como se merece.

Aunque ellos mismos, dice Jocelyn, deben confiar que el cuerpo dentro del ataúd que ahora sepultan es realmente el de su pariente. Los ataúdes Covid-19, sabemos, no deben abrirse.

Les habían dicho que los responsos en este cementerio suele darlos un misionero venezolano conocido como el Padre Chamo. Pero como hoy no vino, dejan que Oswaldo Marcelo, un flaco alto de nariz afilada, que se gana la vida cantando en entierros ajenos, rasgue su guitarra de palo y toque una versión algo desafinada de Yo tengo un amigo.

Los sepultureros echan las últimas paladas de tierra sobre el ataúd.

—A ver, hermanos, una bulla bien fuerte, ¿ya? —dice el cantor y repite un nombre tres veces—. ¡César Yauli Bendezú!

—¡Presente!

El cantor pide palmas para el muerto. Luego pide unas monedas. Los familiares le dan unas pocas y el cantor baja pronto del cerro, a tocar en otro entierro. Los sobrinos y hermanos del difunto se quedan arreglando la tumba. Clavan una cruz blanca en la tierra. Dejan una corona de flores rojas, globos dorados con forma de corazón, unas velas y cercan el sepulcro con piedras, para que ningún distraído la pise, y ellos mismos no olviden el lugar donde el tío descansa. En una época definida por el conteo diario de muertos y la frialdad de las estadísticas, los Yauli Bendezú hacen lo que más o menos venimos haciendo desde hace milenios: disponer de nuestros muertos con suficiente cuidado y honor, como señal de que sus vidas merecían ser vividas y recordadas.

Como ellos hacen ahora:

—Mi tío tenía miedo de que lo abandonemos en ese hospital.

—No tuvo hijos. Nosotros éramos eso para él.

—Su chapa, me acuerdo, le decían tío Lolo.

—Le gustaba el número siete, siempre apostaba al casino y decía siete.

—En el matrimonio de mi sobrina se ha emborrachado. Toda la noche estuvo bailando.

—Siempre se acordaba de los cumpleaños de todos.

—Hasta la gente que no lo pasaba lo ha despedido por Facebook.

—Así es, cuando uno se muere, ahí todos te quieren.

Esa tarde, cerca al fin de la cuarentena, los Yauli Bendezú se quedaron un rato más junto al altar de flores y piedras, contándose historias sobre el tío Lolo, hasta que el cielo empezó a oscurecer. Entonces bajaron la pendiente, agarrándose unos a otros de los brazos para no caer sobre las tumbas. Así quedaron atrás el cerro, las cruces y el polvo que se levantaba a cada paso, invadiéndolo todo, hasta el aire que respiramos.