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True Story Award 2023

El Biólogo de Michoacán

Juan Manuel vive solo en un bosque asediado por la tala ilegal y una sangrienta batalla entre cárteles. Ha recibido amenazas por su activismo para frenar la depredación de los pinares por parte de la ingente industria aguacatera. Los cultivos del ‘oro verde’ han arrasado los recursos naturales de Michoacán.

La resistencia de El Biólogo se entrelaza con la determinación de una guardabosque indígena y un sacerdote que arriesgan su vida en defensa de la tierra y el agua. Los recientes lucros que han recrudecido la guerra en un México cada vez más violento.

EL ECOCENTRO,
ARROYO COLORADO


La charanda es una tierra rojiza, desolada por el maltrato al bosque. La tala inmoderada, los incendios y las plagas sin sanar, arrasaron con toda su materia orgánica. Esta arcilla pesada se endurece en periodos secos. Se reblandece y se infla por las lluvias. La loma late. Una alfombra aterciopelada que refulge fresca bajo el sol y se encarroña en la sombra. Es una tierra inservible, muerta.


—¡Es increíble, mira qué color! —se maravilla el caminante a su paso por un suelo oxidado que pisa todos los días.

Juan Manuel Madrigal Miranda vive solo en medio de 100 hectáreas de pinos y encinos desde hace tres décadas. Un bosque ubicado en la periferia de Uruapan, en el corazón de Michoacán y de la guerra en México. En el último año, un frente de batalla entre cárteles de la droga que ahora también se disputan los campos y el agua.

—Ahí están los halcones (vigilantes de un grupo criminal) —señala una garita de tablones a treinta metros—. Si preguntan, eres estudiante.

El hombre de 72 años carga una cubeta en su mano izquierda y un machete en la otra, sus utensilios para salir cada mañana a regar las plantas; su única compañía y distracción desde que las balas llovieron sobre su cabeza.

—Escuché un estruendo muy fuerte y me tiré al piso. Se estuvieron disparando como veinte minutos, pero luego duró una hora el olor a pólvora. Un aire y un silencio de muerte. Hasta los pájaros dejaron de cantar —recuerda sobre aquel 22 de mayo de 2019 a las dos de la tarde, a cien metros de su casa. Los Viagras emboscaron un convoy del grupo rival, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), y abatieron a doce de sus integrantes. El enfrentamiento involucró a un centenar de sicarios.

La charanda se volvió a teñir de sangre. No era el primer combate en esa arboleda, pero sí el que detonó una etapa aún más salvaje del conflicto en Michoacán.

***

Juan Manuel tiene ojos diminutos, vidriosos y los párpados inferiores hinchados como a punto de soltar una lágrima. Sus arrugas de la garganta, su perilla canosa y sus prominentes venas en las manos parecen pesarle y encorvar su delgada figura. Viste un polo amarillo con un chaleco de pana que repite todos los días y usa cordones verdes. Tiene aspecto y alma de hippie, pero es un superviviente.

Cursaba Filosofía en la capital y militaba en las juventudes comunistas, cuando en el ‘68 estalló la revuelta estudiantil. Su familia lo envió a casa de una de sus hermanas en California para ponerlo a salvo. En la Universidad de Berkley, donde solía merodear sin estar matriculado, descubrió el incipiente movimiento ecologista.

—La Tierra será como sea el ser humano. Somos cabrones, pues la destruiremos. Desde ahí que empecé a hablar del calentamiento global y aquí en México me miraban como un loco —resume Juan Manuel de aquellas enseñanzas visionarias.

Viajó largos periodos por todo Michoacán para impartir talleres de compost, huertos sostenibles y reciclaje, tanto en facultades como en comunidades indígenas. Allá donde iba, regalaba semillas orgánicas, por lo que se ganó el apodo de Juanito Manzanas, el legendario arboricultor nómada de Estados Unidos.

En 1983, fundó junto a varios colegas Viva Natura, una de las primeras organizaciones ambientalistas en el país, que logró detener algunos saqueos de madera y manantiales. Naciones Unidas los invitó a Nueva York en 1991 para preparar la Cumbre de la Tierra del siguiente año.

—Lo más importante del movimiento por el medio ambiente es que haya ejemplos vivos de lo que significa la naturaleza. Necesitábamos un lugar donde mostrar que era posible una vida sustentable —asegura el profesor sobre la idea que emanó del encuentro.

Viva Natura consiguió que los ejidatarios de Zumpimito, en ese apéndice de Uruapan, les cedieran un pedazo de su foresta charandoso, porque les parecía improductivo. En las tres hectáreas crearon el Ecocentro Cupatitzio con la intención de ofrecer un espacio de preservación para el estudio del entorno natural y para fines recreativos. A su inauguración en 1999 asistieron representantes de Canadá y Reino Unido, que habían contribuido a financiar la iniciativa y hasta pasaron noche sendos embajadores.

Juan Manuel pernoctó varios meses en una cama de paja bajo un cedro para custodiar los materiales de construcción.

—Nos decían que estábamos al lado de un barrio bravo, pero nosotros lo vimos como una oportunidad para hacer trabajo comunitario —rememora de unos inicios en que contrató a albañiles del lugar para construir las cabañas del conjunto.

Desde ahí los pobladores le llaman El Biólogo, porque siempre está con las plantas.

***

La historia del proyecto, de ese bosque, es la historia de la violencia.

El Ecocentro colinda con Arroyo Colorado —por el rojo de la charanda—, cuyos desprendimientos formaron una barranca de la que penden un reguero de chabolas de lata; un asentamiento de unas 200 familias dedicadas en su mayoría a la recogida de chatarra en un basurero cercano. Siempre tuvo fama de peligroso, pero al ambientalista nunca le importó. A esa comunidad llevaba grupos de voluntarios foráneos para dar clases, pintar la escuela o repartir ropa en Navidad. También solían reforestar y abrir los caminos para el acceso de los moradores.

Juan Manuel se sienta en unas banquetas colocadas en círculo, cubiertas de pinaza, al igual que las largas mesas de picnic:

—Aquí hacíamos unas fogatas preciosas. Venían alemanes, españoles, holandeses… hasta quince jóvenes de diferentes nacionalidades. Nos poníamos a tocar música y a charlar sobre el futuro del planeta.

Los extranjeros dejaron de venir hace más de una década, cuando reventó la llamada ‘guerra contra las drogas’ en México, iniciada precisamente en Uruapan. En septiembre de 2006, varios hombres entraron a un club nocturno de la ciudad y arrojaron cinco cabezas humanas: los primeros decapitados que vería el país. El 10 de diciembre, el gobernador de Michoacán pidió ayuda al ejecutivo federal para combatir a los cárteles que ese año habían causado medio millar de muertes en el estado. Al día siguiente el presidente Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico y lanzó un operativo en ese estado que marcó el comienzo de una acuciante oleada de violencia que ha desangrado al país hasta la actualidad, superando máximos mes a mes hasta registrar 36.773 homicidios dolosos en 2020, el año más letal de su historia moderna. Michoacán sumó 2.433 asesinatos, cinco veces más que antes de esa cruzada, y Uruapan fue el la tercera ciudad más violenta del mundo.

Para 2014 la fuerza pública había engendrado movimientos de autodefensa —grupos de civiles alzados en armas— que expulsaron al crimen organizado de la mayoría de municipios michoacanos. Decenas de los sicarios que huyeron con sus familias se instalaron en Arroyo Colorado, donde pasaron desapercibidos.

Entre semana Juan Manuel siguió recibiendo a niños y niñas de escuelas para enseñarles la fauna y flora endémicas, y a universitarios que aprendían sobre agrosistemas y técnicas de conservación. Los sábados acudían familias enteras a celebrar cumpleaños, no sin antes ofrecerles un recorrido guiado.

—‘Maestro, yo siempre creí que la vida podía ser de otra forma y esta visita me lo demostró’ —le dijo una vez un estudiante—. Eso fue un regalazo para mí, fue la mejor recompensa, por eso ya valió la pena —asiente el Biólogo sobre su soñada reserva natural, hoy abandonada y amenazada.

La maleza engulle los cinco cobertizos esparcidos que conforman el Ecocentro, de listones carcomidos y tapados con una lona para evitar filtraciones de lluvia. Una viga rota amaga con derrumbar el techo del aula principal. El moho corroe la amplia cocina. Sólo quedan la mitad de los colchones en las seis literas del dormitorio común. Un deshidratador de verduras que él mismo fabricó yace destartalado entre los matorrales.

Hace una década que el proyecto dejó de obtener subvenciones y Juan Manuel ya no recibe a nadie por razones de seguridad. Ese febrero de 2020, fui su primera visita en más de un año.

***

A finales de 2018 se mudaron a Arroyo Colorado decenas de miembros de Los Viagras, banda criminal surgida de antiguas autodefensas, cuyo nombre proviene del uso excesivo de gomina por parte de sus fundadores, los hermanos Sierra Santana, para peinarse el pelo de punta. Hicieron del arrabal, uno de sus cuarteles. A veces Juan Manuel se cruza con hombres —o mejor dicho, muchachos— armados y encapuchados:

—Normalmente ni nos miramos, pero en una ocasión me dijeron: ‘¡Ah, usted es el que ayuda a la gente, el Biólogo, qué buena onda!’. Quizá mi labor comunitaria me salvó la vida y me la sigue salvando, pero pueden cambiar de opinión. Son chavitos de 16 años que van con los pinches fusiles. Son pobres sin oportunidades, producto de las circunstancias. No querría verlos en la cárcel.

—¿Por eso sale con el machete? —le pregunto.

—¡No! Es algo psicológico para sentirme seguro —se ríe—. Con los malandros (delincuentes) no sirve de nada, andan con puro cuerno (AK-47). Esto es sólo por si me encuentro algún maleante. Antes había un par de adictos que me molestaban. Algunos días sacaba una vieja escopeta para asustarlos, pero ya hace tiempo que no están. Me contaron que los mismos viagras los habían desaparecido. Ellos imponen su ley...

A ratos Juan Manuel enmudece repentinamente y eleva su mirada, pensativa, misterioso, clavada en alguna nube, unas ramas, un pájaro o quizá en nada concreto; un ápice de demencia que disimula bajo sus apuntes históricos. Se detiene al lado de un tanque de agua, pero esta vez agacha la cabeza.

—No mires demasiado, ahí arriba de esa colina están los pillosos (Los Viagras), donde hacen el desmadre talando. También los he visto bañarse aquí en mi depósito. Por ahí se dan bala con los de Jalisco. Ésos, si se enteran que soy ambientalista, nos dan chicharrón (tirotean) antes de preguntar—se refiere al CJNG—. Ya no podemos avanzar más.

El Ecocentro es uno de los frentes de la batalla entre Los Viagras y el CJNG ¬—antes aliados—, que desde 2018 se libra barrio a barrio, cerro a cerro; una pugna por la que se derrama más que sangre para apropiarse de una calle o media hectárea.

Esa arboleda es un punto estratégico, porque conecta a Uruapan con Tierra Caliente, una vasta depresión que divide el interior de la costa, escenario de los más feroces enfrentamientos. Por Arroyo Colorado hay brechas que permiten moverse rápido hacia ambas direcciones.

La privilegiada ubicación de la loma produce una atmósfera particular, donde crecen tanto árboles de frío como de calor, pinos y plátanos. Hacia abajo se desliza el valle que trae un aire cálido durante el día y por la noche predominan los vientos frescos de la parte alta. Con mucho esfuerzo, cariño y mucho abono, Juan Manuel logró que en la charanda germinase caña de azúcar, mango y papaya.

—Antes tenía una hortaliza preciosa, pero, no la pude conservar, porque estamos en tiempos de guerra. Los vegetales son como bebés, necesitan calma, requieren de logística para cuidarlos. También tenía muchos perros que no pude mantener —lamenta el profesor, que subsiste con un sueldo mensual de 5.000 pesos (unos 200 euros) por dar clases en la universidad.

Pocos meses después de la llegada de Los Viagras, el ruido de las motosierras quebrantaron definitivamente la tranquilidad del lugar y del ermitaño. Frente a su casa transitan hasta treinta veces al día caravanas de camiones cargados de troncos y hombres armados. El estrépito desvela a Juan Manuel en la madrugada.

—Incluso han metido maquinaria pesada para abrir caminos. Calculo que han cortado 30.000 pinos, la mitad del monte. Este bosque es regulador del clima de Uruapan. Ya he notado un calor inusual —asevera—. Además, hay manantiales en riesgo. El agua viene de los pinos, que son como fábricas de agua. Sin este bosque, habrá menos agua en toda la región.

Varias colonias de Uruapan han sufrido un creciente desabasto del vital líquido debido a la deforestación, como admitió un viejo conocido del Biólogo y secretario michoacano de Medio Ambiente, Ricardo Luna, quien ha enfatizado su preocupación por la tala ilegal alrededor del Ecocentro. Las autoridades estatales y municipales tienen conocimiento del atropello, pero hasta ahora no se han tomado medidas para proteger la zona.

—Aquí vino la policía cuando llegaron los pillosos y sobrevuelan helicópteros, pero nada. (Colegas políticos) me dijeron que eran muy peligrosos y estaban viendo cómo entrarles (atacarles). Pero si los hubiesen querido agarrar, ya lo hubiesen hecho. Se pasean por el barrio con las pinches ametralladoras —se exaspera ante una pasividad que ha denunciado públicamente. Las represalias no se hicieron esperar.

***

La cabaña de madera y tejado puntiagudo del septuagenáreo se mimetiza con el ecosistema por los detalles verdes y paredes amarillas, donde trepan unas enredaderas marchitas y cuelga una desgastada vitrina con información turística.

La cerradura de la puerta todavía tiene la huella de una bota. El 15 de junio de 2019, varios elementos de la policía estatal asaltaron el Ecocentro y robaron herramientas de valor, colchones, ropa, documentos y paneles solares, indica el Biólogo. Algunos vecinos vieron ingresar a tres patrullas encabezadas por el comandante Daniel Alfonso Moreno, identificado por sus abusos contra la ciudadanía y relegado a otro municipio en agosto de ese mismo año.

Al momento de interponer la queja, los mismos funcionarios judiciales avisaron a Juan Manuel que sería difícil investigar el caso, dado que “existe mucha corrupción” en el Departamento de Asuntos Internos de la Policía Michoacán. En ese segundo allanamiento en menos de un mes, los presuntos agentes dejaron una nota de advertencia:

NI TE ARRIMES
Q ya sabemos
Que tu los
Escondes aquí en
Tu ecosentro
biologo Te llamas Juan
(sic)

—No me van a callar ni me van a mover de aquí —murmura el anacoreta mientras abre la puerta, que de inmediato cierra con llave, pese a vivir en mitad de la nada.

Resulta imposible caminar por la sala principal sin tropezarse con las pilas de libros, archivos y cajas. Las tablas crujen tétricas a cada paso. Unas estrechas escaleras llevan a la planta de arriba, donde apenas cabe un maltrecho colchón, un fogón a gas y un escritorio repleto de papeles y notas. Juan Manuel se amoló a una soledad que llena dibujando y escribiendo ensayos, poemas y demás reflexiones hasta que la luz del día se lo permite. Cuando le invade la inspiración, prende algunas velas o tira un cable hasta la batería de su coche para encender una tenue bombilla. Las estanterías se arquean por el peso de las enciclopedias, cintas y casetes. Abarrotó las paredes de crucifijos, imágenes del evangelio, de buda, y retratos de sus padres y sus dos hijos. Varias figuras indígenas y orientales terminan de rebosar el dormitorio-cocina-despacho de unos veinte metros cuadrados, insuficientes para almacenar toda una vida de retraimiento y activismo.

—La naturaleza es uno de los lenguajes por donde el misterio de dios nos habla. Es belleza —concluye el Diogeniano sobre su holística percepción del mundo, cuya explicación interrumpe por momentos para alertarme—. Corre la mosquitera para que no te vean. Si ves a alguien, me dices.

Otras veces detiene la conversación para admirar un piulido, el aleteo de las hojas sacudidas por la brisa o el enjambre de insectos que revolotean sobre un cesto de frutas casi podridas, su dieta habitual.

—¡Escucha los jilgueros, cantan increíííble! —exclama con hincapié en el atributo que repite entusiasmado ante cualquier expresión del entorno.

Inclina levemente su cuello para contemplar por encima de sus gafas. Desde el palmo de balcón del segundo piso, Juan Manuel medita todas las tardes con la vista perdida en un horizonte cada vez más ralo. “Hola, don Juan, ¿cómo está”, le gritan unos chiquillos que pasan a buscar algo de leña y lo despiertan de su embelesamiento:

—¿Cómo me voy a ir? Esto es bello. Si me voy, lo destruyen.


EL AGUACATE,
URUAPAN


La charanda es una tierra erosionada que antes fue andisol, un suelo formado de cenizas volcánicas, muy fértil y abundante en Michoacán, donde se dan las condiciones de terreno, clima y altura idóneas para que crezca el aguacate, el frutal más productivo del planeta. La charanda se menosprecia al convivir junto a esa superficie próspera.


—Toda la tala de este bosque en realidad esconde un plan más ambicioso, meterle luego aguacate. Los ejidatarios viejos de Zumpimito eran campesinos, valoraban su bosque, pero ahora los jóvenes por 500 pesos (veinte euros) dejan que te lleves la madera que quieras. Se venden a cualquier precio —se queja Juan Manuel, organizador de varias manifestaciones en contra la sobreexplotación aguacatera.

Sus enérgicas reclamaciones enardecieron a algunos productores, quienes primero lo insultaron por chats de whatsapp y a quienes inculpa de robarle un escacharrado coche noventero. Ante su vehemencia, finalmente, redoblaron las amenazas.

—Hace un año y medio me dejaron un muertito en la entrada. Hace varios meses, otro asesinado tirado encima de un auto. Los aguacateros son muy poderosos, andan con matones para que los cuiden y también se dedican a intimidar —explica sobre los cuerpos encontrados en la valla que bordea el Ecocentro—. Son señales, no es por casualidad.

Aunque, si en alguna parte se pudiese conjugar ese azar, sería en Zumpimito, donde un par de semanas antes habían localizado once cuerpos en una fosa clandestina; donde diez días antes, dejaron un ejecutado despedazado junto a un narcomensaje a las puertas de una escuela, y en cuya plaza central aparecen encobijados —cadáveres envueltos en mantas— a plena luz del día.

—Ya ni se molestan en ocultarlos. No es que lo hagan siempre para intimidar, es que hay tanta impunidad que no necesitan ni esconderse. Es como su tiradero de muertos. Los políticos no quieren frenar esto, porque forman parte del negocio, tienen cultivos de aguacate o cobran de ellos —considera Juan Manuel, quien vio esa colusión de primera mano al trabajar como secretario técnico de la Comisión de Ecología del Congreso del Estado entre noviembre de 2019 y enero de 2020, cuando renunció a su puesto despavorido por las corruptelas.

***

El consumo de aguacate en Estados Unidos se ha triplicado en las últimas dos décadas y Michoacán, que produce el 80% del fruto en el país, es el único estado mexicano que cuenta con la autorización fitosanitaria para comerciar con el vecino del norte. Las exportaciones se han cuadruplicado en la última década hasta alcanzar un máximo de ventas por 3.500 millones de dólares en 2021: el producto nacional con mayor valor de venta al exterior por detrás de la cerveza y duplicando las divisas del petróleo.

Los rayos se cuelan por el grueso follaje y aguijan a Javier Guerrero. El aguacatero da instrucciones a un par de jornaleros que descargan sacos de abono.

—Antes de que se pudiese vender a Estados Unidos (en 1997), nos pagaban un dólar o menos la caja. Ahora ya va por encima de 100 dólares el kilo y el precio sigue para arriba. Se pueden sacar unos 200.000 pesos (unos 8.000 euros) por hectárea. Se gana veinte veces más que con cualquier otro cultivo. El aguacate en este pueblo nos ha beneficiado mucho, pero también cuesta —asegura Javier, quien ha multiplicado los beneficios de su huerta familiar a la par de los problemas.

El llamado ‘oro verde’ trajo una boyante riqueza a la región, pero también desigualdad, violencia y devastación ambiental.

***

Uruapan es la capital del lucrativo negocio, donde se instalaron las grandes empresas comercializadoras. Uno de los polos económicos más dinámicos del oeste de México y donde más se evidencian los lastres del aguacate, de la repentina fortuna: estilosos chalés adosados junto a barracas de ladrillo descubierto; concesionarios de lujo al lado de comercios ruinosos; las fronteras invisibles en suburbios donde quedó prohibido transitar, las calles desérticas. El vaivén comercial de sus 320.000 habitantes disfraza el profundo desasosiego de la segunda urbe mexicana con mayor sensación de inseguridad (94,1%). Uruapan también se ha erigido como baluarte de un amalgama de cárteles atraídos por el suculento pastel de palta.

—Por mi padre, tuvimos que pagar un rescate de 1,7 millones de pesos (unos 70.000 euros). A dos primos se los llevaron, uno acabó muerto y el otro desaparecido —cuenta Javier—. Pedían 1.000 pesos (unos 40 euros) mensuales por hectárea y diez pesos (cuarenta céntimos) por cada kilo vendido. Te dejaban una guía (libreta) para ir anotando tu producción y pagarles. Si te encontraban sin la guía, te robaban el camión o directamente se adueñaban de las huertas. Te forzaban a firmar las escrituras.

***

La fiebre por el ‘oro verde’ ha acelerado la expansión de este cultivo intensivo hasta superar las 180.000 hectáreas, la superfície de Ciudad de México o toda la provincia de Guipúzcoa. Cuatro de cada diez aguacates hass en el mundo provienen de Michoacán. La deforestación es incalculable, ni tampoco ha habido un interés por dimensionarla.

—El gobierno por vía satélite identifica dónde se está talando, pero cuando vienen, les aflojan un dinero y hacen la vista gorda. Todo sigue igual —asegura otro productor que se une exaltado a la conversación, aunque se rehúsa a dar su nombre.

Las autoridades michoacanas destruyeron 700 hectáreas irregulares de palta en 2019, tal y como informó el titular de Medio Ambiente. Fuentes de esa institución me confirman que los operativos de erradicación tuvieron que suspenderse a mediados de 2019 “por la fuerte resistencia de los campesinos y las agresiones del crimen”.

El árbol de palta requiere cinco veces más agua que un pino de doce metros. Las pinedas generan agua mientras que los aguacatales la chupan en demasía. La tala inmoderada seca las profundidades terrestres y eleva la temperatura atmosférica. Los incendios acentúan el recalentamiento que disminuye la cantidad de lluvias. Brota menos agua de los manantiales por el sobreconsumo de los mantos freáticos. Una demoledora rueda que causará el colapso de los cultivos de ‘oro verde’ en menos de medio siglo.

Pese al galopante agostamiento, la Comisión Nacional del Agua (Conagua) entregó concesiones para extraer más de 200.000 metros cúbicos anuales de agua a tres de las principales compañías aguacateras de Uruapan, mientras la mitad de la población de siete comunidades indígenas del municipio sufre desabasto.

—A este ritmo, en diez años ya no quedará agua, ni para el aguacate ni para nadie —lapida Javier, a quien un funcionario le propuso facilitarle el permiso para construir otro pozo de agua y luego revenderla—. ¿Y a cuánta gente voy a perjudicar por ganar más dinero? El problema es que cada vez perforan más y se roban más agua de tomas clandestinas. Antes los agricultores vigilaban que no les quitasen su producto, ahora andan armados de madrugada para cuidar sus depósitos de agua. Un día nos vamos a matar por el agua.

Javier se considera un productor mediano, aunque su sembradío se desvanece en el horizonte. oculta su mirada bajo el ala del sombrero y elude con rodeos dar la cantidad exacta de hectáreas que posee. Nadie quiere ser, de nuevo, blanco de la delincuencia y revivir la pesadilla.

***

Tras un lapso de relativa calma, a finales de 2018 repuntó la coacción criminal con la implacable irrupción del Cártel Jalisco, resuelto a ensanchar sus dominios al estado colindante. Eso incluía pelearse el botín aguacatero con un amalgama de al menos una docena de bandas afincadas en la zona de Uruapan.

—La delincuencia se ha vuelto a poner muy muy fuerte. Hace poco balearon a un compañero que trataban de levantar (secuestrar), han vuelto a cobrar cuotas (extorsiones), a asaltar camiones. Afecta a todo el gremio. Las carreteras están cerradas muchas veces, porque ponen retenes. Hay toques de queda en que ni los niños pueden ir a la escuela —explica Jaime Blanco, propietario de Yarely, una pequeña empacadora que distribuye al interior de la república.

Su rendimiento es limitado en comparación a las multimillonarias ventas a Estados Unidos. La cuota para adherirse a la Asociación de Productores y Empacadores Exportadores de Aguacate de Michoacán (APEAM) —requisito indispensable para exportar— asciende a los 300.000 dólares anuales. En 2014, el presidente de esa patronal apareció en un video reunido con Servando Gómez, alias La Tuta, líder de Los Templarios, acompañado por otros empresarios y políticos locales.

Blanco le quita hierro y matiza que en aquella época era común negociar con el narco para resolver percances y rebajar tensiones, por voluntad propia o bajo amenaza. Lo sabe, aunque su rudimentaria fábrica se mantiene al margen de esas presiones, según dice. Varios jóvenes descargan cajas al son de Los Tucanes de Tijuana y su canción Barbarino, gatillero de la vieja guardia del cártel de Sinaloa que se hizo famoso por míticos narcocorridos dedicados a una carrera que sólo podía terminar ultimada a balazos:

Trae más armas que el gobierno
y más gente que Al Qaeda,
apoyado por el Mayo y Joaquín Guzmán Loera.
Me refiero a Barbarino,
hombre valuado en docenas.

El jolgorio y la música del camión se silencian al sacar mi cámara. Tanto los mozos como los operarios del empaque se afanan en taparse el rostro.

—Hay mucho pánico. La gente no quiere ni salir a la calle por el miedo. Las cuadrillas (de recolectores) no quieren salir ni a cortar, porque los paran, los investigan, los esculcan. Quedan pocos municipios libres —sentencia Jaime.

***

En las principales avenidas de los pueblos, tropeles de hombres aguardan desde temprano la oportunidad de hacinarse en la parte trasera de alguna camioneta que les dé trabajo en la huerta. Son el eslabón más débil del ingente lucro y de una cadena productiva maniatada por la delincuencia organizada.

“¡Ya te chingaste, ya pronto se te lleva la maña (el crimen)!”, gritan entre carcajadas varios cortadores mientras hablo con uno de ellos. Los demás se esconden entre las espesas copas del aguacatal, cuyo propietario prefiere omitir su ubicación. Asegura que con frecuencia los cárteles secuestran a las cuadrillas para llevarlos a cortar a sus terrenos. A veces los regresan y otras, los desaparecen. A Javier Medina le cuesta encaramarse por las retorcidas ramas a unos diez metros de altura.

—Es peligroso, es fácil caerse. Uno ya de avanzada edad no puede seguir trabajando en esto, es arriesgado, pero aquí no hay más chamba (empleo). Uno sobrevive con lo que haya —afirma a sus 49 años.

Hace diez que se metió de cortador, porque el pago es mucho mejor que, por ejemplo, en los campos de maíz. Gana 400 pesos (unos 15 euros) por una jornada de nueve horas y en la tarde completa el sueldo con otros quehaceres. Forma parte del 51% de Uruapan que vive en la pobreza. Antes, el distribuidor se ocupaba del contrato y tenía seguro médico, pero recientemente el servicio de cuadrillas se ha delegado en subcontratas que no siempre brindan esas prestaciones mínimas.

—Pues si me caigo, ya no sirvo. ¿Ya para qué el seguro, si no voy a tener para comer? Cada vez pagan menos porque lo ven a uno tarugo y ha bajado el trabajo. Antes hacíamos seis días corridos (seguidos) y ahora sólo tres o cuatro. Cada vez vienen más cuadrillas de fuera —se queja Javier.

“¡Por los de Oaxaca!”, vociferan a lo lejos.

—¿Supone un riesgo trabajar en las huertas?

—¿Por las caídas? ¿Los bichos? —esquiva la pregunta con una sonrisa nerviosa.

—Por el crimen.

—No, aquí está muy tranquilo, todo calmado —atiesa el bigote.

***

Tanto en el núcleo como en las lomas de Uruapan resulta muy difícil que alguien hable del CJNG. Quien lo hace, siempre se refiere a los narcos como “los nuevos”, “los que recién llegaron” o a lo sumo “los de Jalisco”; aunque se sabe quiénes son y en dónde están: “pa’l norte de la ciudad es su territorio”, “controlan de la central (de buses) pa’ arriba”, “se metieron por Zamora y ya tienen su base en Los Reyes”.

El CJNG se creó en 2007 como brazo armado del cártel de Sinaloa bajo el nombre de Los Mata Zetas, su banda archienemiga compuesta de exmilitares. Después se independizaron y se dieron a conocer en 2011 liderados por Nemesio Oseguera, alias El Mencho. Tras la caída del todopoderoso Joaquín el Chapo Guzmán y el declive de los Zetas, la organización se emplazó como la más vigorosa y despiadada del país. Consolidó su dominio por toda América y parte de Asia mediante prácticas tan sádicas como para no osar ni a vocalizar sus siglas.

La noche del 8 de agosto de 2019, desparramaron 19 cadáveres en el centro de Uruapan: unos colgados de un puente, otros decapitados… regados en trozos por tres kilómetros del concurrido bulevar Industrial. México volvía a amanecer horrorizado por la enésima atrocidad y el mundo escandalizado ponía el ojo en Michoacán por un día.

Un par de semanas antes de mi visita, el 3 de febrero de 2020, varios sicarios del CJNG masacraron a nueve personas, entre ellos a cuatro menores. Entraron en el local de máquinas tragaperras preguntando por dos integrantes de Los Viagras y al no obtener respuesta empezaron a disparar como si no hubiera mañana. En la escena hallaron 65 balas. México es el país donde más se ha agravado la peligrosidad para la niñez en las últimas dos décadas. En 2021, murieron asesinados siete menores al día.

La reacción gubernamental, sin embargo, no se dio hasta que la violencia tocó a la puerta de la Casa Blanca. En febrero de 2022, un inspector estadounidense recibió una llamada intimidatoria, motivo suficiente para que el gobierno de Joe Biden suspendiera las importaciones de aguacate mexicano. Una semana y cincuenta millones de dólares en pérdidas después, levantó la sanción tras dar el visto bueno al plan de seguridad que contemplaba la creación de una unidad de inteligencia y un protocolo de escolta para garantizar la seguridad de los 90 empleados del vecino del norte, así como el acompañamiento de camiones y retenes militares para acorazar el traslado de la mercancía, tratada como diamantes.

Por la carretera federal entre Uruapan y Peribán de Ramos, localidad a 65 kilómetros, nos rebasan a toda velocidad cuatro pick ups blancas con los cristales tintados. Nos orillamos en señal de que nuestra camioneta no tiene nada que ver con lo que esté aconteciendo. “Esos son del (cártel) Jalisco. Mejor vamos despacio por si hay balacera adelante”, suelta el conductor, quien el último año se ha quedado tres veces en medio de un fuego cruzado. Los lugareños reconocen los vehículos de cada banda, sus movimientos y zonas de influencia. Y esa dirección no corresponde al CJNG. “Últimamente se están dando duro por esta área”, agrega.

***

Juan Manuel se crió en una familia de madre soltera y seis hermanos que andaban con los zapatos agujereados. Su hogar se ubicaba a dos cuadras del bulevar Industrial, donde aparecieron los 19 cuerpos descuartizados. La neurálgica calle empedrada y sus rústicas casitas de pizarra escupen la decadencia de lo que bien pudo haber sido un ‘pueblo mágico’ y quedó en infierno. Por donde antaño paseaban ríos de turistas desde la plaza mayor hasta un bello parque de manantiales, hoy los vecinos se apresuran en cruzar las desoladas calles. Ya las fachadas se desconcharon, repletas de garabatos y persianas bajadas.

—Cuando era pequeño se hablaba de muertos o robos como algo de otro mundo. Desde por la mañana se abrían las puertas de las casas para que le corriese aire a las plantas —menciona el profesor sobre su infancia y la costumbre tan michoacana de decorar los pasillos con macetas—. Nunca imaginé que íbamos a llegar a este punto de violencia.

Muchos anhelan los tiempos en que una sola familia copaba todo el negocio de la droga. Desde 1990 los Valencia produjeron a sus anchas marihuana, heroína y cocaína, sin mayor pretensión que venderla a las bandas del norte, y camuflaron el contrabando en la comercialización del ‘oro verde’, de ahí su apodo de Los Reyes del Aguacate. Hacia 1998, estructuras de otros territorios de México envidiaron su señorío, en concreto por disponer del puerto marítimo de Lázaro Cárdenas. Aquel era hasta entonces el año más violento de Michoacán con poco más de un millar de muertes. El cártel del Golfo —en Tamaulipas, entidad limítrofe con Estados Unidos y el Atlántico— envió al combate a su fuerza paramilitar, los Zetas, desertores de una unidad de élite del ejército mexicano. La contienda concluyó en 2002 con la eliminación de los integrantes clave de los Valencia. Pero, en lugar de conformarse con tomar el relevo de la ruta de la droga, los Zetas diversificaron sus actividades ilícitas a la extorsión, secuestros y al sometimiento de la población. En 2006, un clan local conformó La Familia Michoacana para enfrentarlos y liberarse de sus atropellos, pero acabaron por aplicar los mismos métodos salvajes. Y así sucesivamente en una guerra de mil cabezas a la que de últimas se ha incorporado el CJNG.

Los de Jalisco también tocaron a la puerta del Biólogo. Un supuesto comandante del cártel telefoneó a muchos habitantes de Uruapan para exigirles dinero a cambio de brindarles supuesta seguridad. “Necesitamos que nos apoye para proteger a la población”, fue lo poco que escuchó Juan Manuel antes de colgarle, a sabiendas de unas llamadas que ya habían recibido algunas de sus amistades, previamente estudiados. A cada uno le pidieron diferentes cantidades dependiendo de sus posibilidades económicas. Por su lado, Los Viagras hacen lo propio en Zumpimito, donde cobran 5.000 pesos (unos 200 euros) por hectárea sembrada en concepto de ‘tarifa de protección’.

—Esto jamás fue así. Siempre ha habido pobreza, pero no había tanta antítesis. El aguacate es el causante de toda esta desigualdad. Ha traído mucha riqueza, pero mucha violencia —se indigna mientras muestra fotos antiguas de colegas sonrientes en lugares emblemáticos de la ciudad—. Ha traído violencia hacia las personas y hacia la naturaleza.

LA GUARDABOSQUE,
ARANTEPACUA


La charanda se compacta como una piedra en la estación seca y se resquebraja en hondas grietas, abrupta e impredecible.


El ochentero vocho —Volkswagen Beetle— de Juan Manuel sufre entre los socavones de la senda hacia su cabaña. A menudo se ha quedado atascado en el pegajoso barro que se forma al humedecerse, aunque eso ahora no le preocupa mientras salimos del Ecocentro.

—Agáchate, aquí también hay halcones —me pide a la salida del recinto, donde rondan dos jóvenes en motocicleta que no se marchan hasta que nos alejamos.

Debo sentarme sobre una pila de papeles de lo repleto de carpetas que está el escarabajo. Por mi entrepierna asoma una pestaña con la etiqueta ‘Estimulación, Aburrimiento, Violencia’, uno de sus ensayos sobre la fórmula para la pacificación de México. Atrás lleva un rimero de ropa y un saco de dormir. El coche es el segundo hogar y oficina del Biólogo.

—Nunca sé si voy a poder volver. A veces hay bloqueos de los narcos; otras, hay derrumbes o árboles caídos. Entonces debo quedarme en donde algún amigo —habla sobre los nueve kilómetros entre su vivienda y el centro de Uruapan, un trayecto donde siempre nos topamos con al menos un retén policial—. Baja la ventanilla para que no se preste a suspicacias. A veces los malandros (delincuentes) están con ellos en los controles o los mismos agentes trabajan para uno u otro grupo. Si preguntan, eres estudiante.

***

—¡Tocaron las campanas! —repite Francisco Hernández como un mantra.

Tocaron las campanas de la iglesia de Arantepacua para alertar de que por la variante hacia el pueblo avanzaba una marabunta de 300 policías estatales a bordo de camionetas y furgones encabezados por el rinoceronte, el furgón blindado que aplastó una endeble barricada y todo lo demás a su paso.

—Entraron a matar, echaron bala por todos lados. Nunca tuvieron intención de dialogar, era como una guerra. Nosotros estábamos desarmados, había gente mayor —relata Francisco sobre la hora que duró el tiroteo—. Todos corrimos a nuestras casas a refugiarnos, pero nos sacaban a rastras, a golpes.

Eran las 14:50 horas del 5 de abril de 2017.

Minutos más tarde, Francisco recibió una llamada. Habían matado a su sobrino, Luís Gustavo Hernández, estudiante de 17 años. El operativo de la fuerza pública dejó un saldo de cuatro pobladores muertos.

Luís Gustavo había llegado desde otro municipio alarmado por el estruendo de los disturbios, narra Francisco. Al ver la carnicería en la avenida principal, se echó hacia el monte para esconderse, pero el disparo de un presunto francotirador de la policía impactó en su brazo derecho. Desangrándose, se arrastró varios metros hasta que una docena de uniformados lo siguieron, lo tumbaron, lo patearon hasta cansarse y luego le dieron el tiro de gracia.

‘Ya cayó el de rojo’, se escucha en radiocomunicaciones policíacas difundidas por medios locales. El de rojo era Luís Gustavo.

Su tío lo encontró en mitad de un campo de papas y ahí lo enterró. Unos cien metros hacia abajo, se ve la calle por donde se desplegó la policía y desde donde el joven salió corriendo. Unos cien metros hacia arriba, empieza la fronda en la que pretendía refugiarse. Entre el fango revuelto reposa una gavilla envuelta por unas maderas blancas y una corona funeraria azul. Francisco se apoya en el austero altar para romper en llanto. Adecenta un manojo de ramas secas antes de recuperar el aliento:

—No entendemos por qué esa brutalidad, por qué nos quisieron humillar de esa manera, no era tan grande el problema para que actuaran así.

***

Un día antes, 38 comuneros de Arantepacua fueron a Morelia, capital de Michoacán, para reunirse con el gobierno estatal a fin de resolver una histórica discordia territorial con el pueblo vecino, Capácuaro, que en esos días se había agravado. El encuentro terminó sin acuerdos y a su regreso la comitiva de arantepacueños fue arrestada, acusados de secuestrar al chofer del autobús que los transportaba.

A fin de exigir su liberación, la comunidad bloqueó sus inmediaciones y retuvo a una veintena de autocares y camiones de reparto. La Secretaría de Seguridad Pública michoacana justificó que en el “rescate” del 5 de abril participaron 200 policías antimotines, que iban desarmados y sólo se defendieron del ataque con piedras y cohetones que les lanzaban los comuneros. En imágenes divulgadas por las autoridades se aprecia a varios agentes heridos presumiblemente por esos artefactos.

El conflicto entre las localidades estalló en 1984, cuando el presidente mexicano decretó que las controversiales 520 hectáreas de suelo eran propiedad de Capácuaro. La disputa no se recrudeció por el pedazo, sino porque en las tierras estaba la principal fuente de agua de Arantepacua. Las administraciones estatales de turno se han inclinado de un bando o del otro sin ofrecer una solución real a lo que califican de “problema étnico de límites y colindancias”. Un 64% del territorio purépecha se encuentra en litigios entre comunidades, catalogadas como ‘puntos rojos’.

***

En la calle de la embestida todavía hay viviendas en ruinas. En los muros donde antes había anuncios de candidatos, ahora hay pintadas del emblemático líder revolucionario Emiliano Zapata disparando a una rata con las siglas del PRI, PAN y PRD —los partidos tradicionales—, rodeado de las palabras ‘Autonomía’, ‘Libertad’, ‘Respeto’ y un mensaje en grande: ‘5 de abril, ni perdón ni olvido’.

Dos días después de la masacre, los 3.000 habitantes de la comunidad decidieron expulsar a los partidos políticos, a la policía, declararon un autogobierno y crearon su propio cuerpo de seguridad. Arantepacua sea tal vez el último municipio de México que se sublevó contra el Estado.

Dos camionetas abolladas y una decena de civiles armados custodian un retén de continuos badenes, parapetado de sacos terreros y una caseta de policial remodelada con la multicolor bandera purépecha.

—¿En quién podemos confiar, si son los políticos y la fuerza pública quienes vinieron a agredirnos? Nos quedamos desprotegidos y nos vimos en la necesidad de velar por nuestra propia integridad —justifica una de las paisanas.

Juana Morales viste un chaleco antibalas donde carga un viejo revólver Smith & Watson Modelo 10, dos cargadores de fusil y un tubo de papeles. Mide un metro y medio, pero su presencia impone. Escudriña imperturbable cada momento. Permanece impasible, con las manos en los bolsillos, mientras varios hombres enfusilados cachean contra la pared a un muchacho de aspecto andrajoso.

Ella es la jefa de Seguridad de Arantepacua, lidera a catorce kuaris (vigilantes). Su mirada penetrante sólo se empaña al hablar del 5 de abril:

—Había personas tiradas, carros chafados. No se escuchaba ni el sonido de los perros, ni los pájaros. Quedaba mucho humo, olía todo a quemado. Empezamos a buscarnos entre todos. Me abracé con mi madre y nos pusimos a llorar. Casi la matan, pero no importaba, ella por su pueblo daba la vida.

La mujer tiene una amplia tradición de lucha en Arantepacua. Al momento del asalto policial, había 38 hombres presos en Morelia y medio centenar acababa de partir hacia la capital para pedir su excarcelación. Las mujeres, entre ellas la madre de Juana, salieron con palos y machetes para defender a sus maridos capturados durante el operativo. Desde entonces se consolidó el reconocimiento al papel de la mujer y su derecho a participar en la autoridad.

—Siempre me había involucrado en la lucha social. Ayudé en la logística de los bloqueos, pero desde los hechos (como se refieren a la arremetida) empecé a acercarme a las asambleas y me presenté a las elecciones del consejo. Lo hice por el dolor que traigo, porque me da fuerza para demostrarle al gobierno que seguimos en pie —asegura la joven de 33 años.

Fue la candidata más votada para formar parte de un consejo comunal integrado por seis mujeres y seis hombres. Una paridad establecida hace tres años al configurarse como una estructura de gobierno horizontal, donde nadie está por encima.

—Nunca pensé que luego el consejo me escogería para Seguridad, porque a las mujeres solía tocarles en Asuntos Sociales o Civiles. Decidí entrarle (aceptar) para demostrar a las demás que también podemos encargarnos de la vigilancia —argumenta Juana—. Hubo algunos en la asamblea que dijeron que éste era un trabajo de hombres. Al principio algunos compañeros sentían que les robaba la autoridad. Hubo diferencias, pero ya las resolvimos.

La joven sigue sin soltar una mueca, con la misma postura hierática a la hora de dirigir un arresto o indicar los vehículos sospechosos que deben revisarse. En ocasiones Juana se sacude para ajustarse un chaleco antibalas que le queda grande y le incomoda. Por las mañanas, imparte clases en una escuela primaria. Por las tardes, cambia la tiza por la pistola para ejercer de comandanta.

—Cuando llego a mi comunidad, dejo de ser maestra y soy comunera. Pero mi arma son el lápiz y los libros para enseñar a los niños cómo deben defenderse del gobierno. A veces no son necesarios los fusiles, pero nosotros nos defendemos con armas porque el gobierno nos traicionó.

***

“¡Ya, vámonos, suban!”, ordena Juana al grupo que hoy encabeza: cinco hombres armados de edades dispersas y una mujer sesentona con una cachiporra. Algunos usan pantalón o camiseta de camuflaje; otros, chaqueta negra serigrafiada con las palabras Kuaricha Jarhanipacua (Policía Arantepacua) y casi todos se cubren el rostro con pasamontañas o pañuelos para evitar que los reconozcan.

Los comuneros portan una escopeta calibre 12, un par de fusiles R-15, un Ruger mini-14 y una AK-47 clásica, que se echan a la espalda para montarse en la Ford Ranger y la Nissan NP300 blancas, sin matrícula y rotuladas con la insignia de un indígena armado. Juana otea la llanura sin inmutarse, sujeta con firmeza a una de las varas del soporte trasero. Las viejas pick ups se empinan por una pedregosa trocha para adentrarse entre encinos y pinos recién sembrados. Además de patrullar las calles, la ronda comunitaria también resguarda los bosques.

—Vimos que estaban tumbando árboles para plantar aguacate, la tala estaba muy fuerte. Si los atrapamos, los detenemos por tres o cuatro días y deben pagar los daños. Ya se lo piensan dos veces antes de cometer el delito —señala Juana sobre la aplicación de su propia ley, que incluye también la obligación de reforestar. Los pinares tardarán unas dos décadas en alcanzar su tamaño máximo.

—¿Quiénes talan? ¿El crimen, como en otras comunidades aledañas? —pregunto.

—Suele ser la propia gente de la comunidad que tala por necesidad, pero les hicimos entender que a la larga les perjudicaba. Antes, a diario nos encontrábamos talamontes, pero ahora ya ha disminuido. Sucede como cada tres meses —expone la guardabosque.

Más del 80% de la población de Arantepacua vive en la pobreza y su principal ingreso proviene de la fabricación de muebles. En Michoacán se da sobre todo una tala hormiga, a pequeña escala, pero muy constante. Por ello, raramente se ven las impactantes imágenes de cúmulos de árboles serrados, como en la Amazonía y también por eso se trata de un desastre silencioso. Desde la colina se observa todo el valle pelado, reseco, una pastura espolvoreada de raquítico ganado; parches de terrenos asolados escalan por la lejanía.

La tala hormiga ha depredado un 60% de las 680.700 hectáreas de superficie de la Meseta Purépecha, como arrasar con toda Buenos Aires o Seúl. Un compás de degradación superior al del resto de Michoacán, el tercer estado con mayor industria maderera. El ritmo se aceleró con la irrupción del CJNG. Los kuaris interceptaron en agosto de 2019 dos camionetas de sicarios que cruzaban el poblado a pleno mediodía. Les dejaron claro que la comunidad no iba a permitir la presencia de bandas criminales. Hasta la fecha, no ha aparecido ningún otro cártel. Juana se enorgullece y enfatiza su convicción:

—En esta tierra ya no entra ni la policía, ni los narcotraficantes, ni los talamontes... esta tierra la vamos a defender aunque nos cueste la vida.

***

Los bueyes suelen obstaculizar el tráfico por las estrechas calles de losas embarradas y viviendas de adobe. Pero, nadie toca la bocina. Los niños corretean solos —algo ya inusitado en México—. Se ven sobre todo mujeres. Muchos hombres migran a Estados Unidos o salen largas temporadas para laborar en las huertas de aguacate. La mayoría de las mujeres todavía lucen su indumentaria típica y hablan purépecha, a diferencia de otras localidades vecinas.

—Hemos mantenido mucho nuestras raíces, porque un 70% del pueblo somos maestros. Eso ha ayudado a crear más conciencia —asegura Juana mientras recibe varios mensajes por walkie-talkie que no responde.

Hacia los años sesenta, un profesor de Arantepacua se construyó una casita de tabiques, material costoso en aquella época. Sus vecinos pensaron que dar clases estaba bien remunerado y muchos se decantaron por ese oficio. La comunidad se volvió feudo del movimiento estudiantil en la región, abanderado por las escuelas normales rurales, centros educativos para campesinos, de base marxista y con una notoria trayectoria de lucha social en todo el país.

Una de las hipótesis que se barajan sobre las razones para emplear semejante brutalidad policial el 5 de abril de 2017, es que el gobierno pretendía disuadir del todo las protestas de los normalistas que arreciaban en la región desde hacía un año. La otra, es que uno de los autobuses secuestrados por los comuneros transportaba droga. Esa misma teoría se maneja en el caso de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, en el limítrofe estado de Guerrero.

Como fuere, ese día quedó grabado a fuego en la aldea y marcó su porvenir. En la columnata del antiguo ayuntamiento, el nuevo consejo comunal, cuatro retratos de bronce rememoran a los caídos. Bajo el pórtico, coloridos murales de campesinos y multitudes indígenas envuelven el emblema Juchari Uinapekua (Nuestra Fuerza).

—Ese día mataron a cuatro compañeros, pero hubo mujeres embarazadas que perdieron a sus criaturas, mucha gente mayor falleció luego de diabetes o de presión alta. Se están muriendo de otras enfermedades por todo el miedo que sienten desde entonces. El trauma es enorme. Cuando salimos a Uruapan y los niños ven a un policía, les piden a sus papás que les protejan, porque piensan que les van a golpear —cuenta Juana.

Las dos patrullas se estacionan en la plaza central al caer el sol para relevarse con el turno de la noche. La jefa de Seguridad se dirige de inmediato al callejón trasero del consejo y abre el candado de una puerta metálica: la cárcel comunitaria, un zulo medieval sin ventanas. Tras las rejas de una segunda puerta se asoma un desaliñado muchacho encerrado en una celda de dos por tres sin nada más que una manta.

—¡Porfa, comandante, déjeme ir! No he hecho nada. Sólo llevaba para consumo propio —le suelta a Juana en cuanto la ve entrar. Agarraron al joven fumando marihuana cerca de una escuela.

Por andar ebrio o alteración del orden público, los retienen algunas horas; por consumo de estupefacientes, 24 horas; por robo o agresiones leves, un par de días; por portar armas o talar árboles, más de cuatro días y una multa acorde al grado del delito.

—Aplicamos esas sanciones para que sirvan de ejemplo. Como hay poco empleo, debemos prevenir el reclutamiento criminal o los robos —arguye Juana—. Hemos visto un cambio muy rotundo después de los hechos. Se quebrantaron los valores, se disparó la drogadicción entre los jóvenes y el alcoholismo.

Suenan las campanas de la sobria torre parroquial, pero, esta vez, porque son las siete de la tarde. El atardecer colma de ambarino el tímido zócalo y languidece sus sombras. Juana se funde en el letargo.

—Después del miércoles de ceniza venía la festividad del pueblo. Todas las familias subíamos al bosque. Las niñas llevaban cántaros, los escondían entre los manantiales y los niños tenían que buscarlos. Luego del 5 de abril, dejamos de organizar el festejo. Por la tala tampoco se puede celebrar, porque el agua se está secando. ¿Dónde esconderían los cántaros? —sopesa—. Peleo para que mi comunidad vuelva a ser la de antes, un pueblo armónico, solidario, tranquilo. Pero, es tan difícil sanar la herida.

EL SACERDOTE,
APATZINGÁN


La charanda retiene poca humedad. Por las lluvias torrenciales, cada vez más fuertes en Michoacán, sus terrones desprovistos de vegetación se deslavan y arrastran todo a su paso. El azolve obstruyó centenares de tomas de agua y dañó válvulas en Uruapan en agosto de 2019. Unas 100.000 personas —un tercio de la ciudad— se quedaron sin agua en sus domicilios durante varios días.


El calor azuza a medida que descendemos. Por la ventanilla zumba un viento abrasante. Las pinedas y aguacatales dan paso a un desierto de infinita variedad de cactáceas. La temperatura mínima no baja de los 34 grados, de ahí el nombre de Tierra Caliente, aunque bien podría venir por ser una de las zonas más violentas del país. Las 19.000 hectáreas de valle árido —el tamaño de Madrid y Asturias juntas— se extienden por la mitad de Michoacán, Guerrero y el Estado de México.

Apatzingán de la Constitución es la capital de ese far west mexicano donde las camionetas blindadas sustituyeron a los caballos. Gregorio López Jerónimo es sacerdote, pero viste una camisa de cuadros y unos jeans con andares vaquerizos.

—La mayoría de jóvenes se han enrolado en los cárteles. Si no son asesinados, terminan drogadictos. Aquí les damos un techo y terapias para atender toda la ecuación de la indigencia —afirma el más conocido como ‘padre Goyo’.

En el amplio local sin puertas ni ventanales, una veintena de camas rodean una larga mesa presidida por la Virgen María. El albergue Buen Samaritano Una Luz de Esperanza acoge a personas en situación de calle. Varios deambulan como zombis, uno duerme inmóvil durante toda la mañana, otro dice tener una cadena de supermercados o asegura ser hijo de Donald Trump… es inverosímil conversar con alguno de ellos.

—Todos se han quedado idiotizados por inhalar los químicos en los laboratorios o por usarlos como cobayas para probar la droga. El crimen los agarra para cocinar (droga) y, después de un par de años que ya no sirven, los arrojan a las calles. Luego, los mismos cárteles utilizan a esos indigentes como carne de cañón para cometer asesinatos y robos. Apatzingán se ha vuelto un basurero humano y yo me dedico a recoger esos desechos para darles una vida digna —dice el eclesiástico de 52 años sobre su pretensión de atajar el círculo vicioso.

En Tierra Caliente se concentran muchas de las cocinas de metanfetamina y recientemente de fentanilo, el opioide que ha relegado a la heroína. Un tercio (460) de los laboratorios desmantelados en México entre 2005 y 2015 se hallaron en Michoacán. Apatzingán, 80 kilómetros al sur de Uruapan, es “la joya de la corona para los criminales”, como la denominan las propias autoridades, la primera urbe de la ruta desde Lázaro Cárdenas, el desembarcadero de los precursores para drogas. Los químicos llegan en su mayoría desde China y se suelen intercambiar por barita, la piedra empleada para la perforación de pozos petroleros, y por otros minerales valiosos de la serranía.

Las sustancias se procesan en los escondrijos de Tierra Caliente, con amplia tradición en el camuflaje de cultivos de marihuana. El sintético final sale hacia Estados Unidos sobre todo a través de la línea ferroviaria del tren de carga Kansas City Southern, que cruza todo México hasta las ciudades fronterizas de Nuevo Laredo y Matamoros, en Tamaulipas.

—¿Nunca ha pensado en negociar con los narcos? —le pregunto sobre la táctica de otros curas.

—Tengo invitaciones a comidas y demás, pero, con el diablo, ni a las canicas. Un delincuente no tiene palabra, ha vivido siempre fuera de la ley. Con un delincuente no se pacta, se le ataca —despacha en un recurrente tono marcial.

***

El padre Goyo encabezó el movimiento de autodefensas en Apatzingán, alzado en armas en 2013 para echar a Los Templarios. En el sótano de la catedral ayudó a instalar las oficinas de los servicios de inteligencia. El gobierno federal impulsó y se alió con los grupos de civiles para deshacer los tentáculos criminales que habían penetrado en todas las esferas de poder. En diciembre de 2019, Estados Unidos capturó por su presunto vínculo con el cártel de Sinaloa al secretario mexicano de Seguridad Pública, Genaro García Luna, a su vez encargado de dirigir la fallida guerra contra el narco bajo el mandato de Calderón (2006-2012).

—Hubo un momento en que la delincuencia no estaba fuera, sino adentro del sistema. Eran los propios policías, jueces, fiscales, que estaban coludidos. Tuvimos que tomar la fiscalía para reclamar el Estado de Derecho. Apoyé con estratagemas a organizar a la sociedad y concientizar, poniendo los valores del ser humano pisoteado por encima incluso de la ley. Pero, no siento que me levanté en armas —valora el vicario.

En esa época usaba chaleco antibalas sobre su sotana, se movía escoltado por un séquito de pobladores con armas cortas y él mismo cargó una pistola hasta hace apenas un par de años. El padre Goyo sobrevivió a tres intentos de atentado durante 2013. El más grave se produjo el 25 de abril, cuando, tras un evento religioso en La Unión de Guerrero, un pelotón de templarios lo esperaron en las inmediaciones y amenazaron con explotar un puente a su paso. La Armada tuvo que sacarlo en helicóptero. Se retiró a Italia varios meses de 2014 hasta que se calmasen los ánimos, pero nunca abandonó su compromiso. Dio una gira por Estados Unidos para pedir la excarcelación de centenares de autodefensas, arrinconados y perseguidos por el ejecutivo de Enrique Peña Nieto.

“En lugar de buscar a los criminales que dañan a la comunidad, el ejército mexicano, por órdenes superiores, fue a desarmar a las autodefensas (…) y agredir a personas indefensas”, denunció el obispo de Apatzingán sobre un despliegue que sólo debilitó a unas bandas y favoreció el surgimiento de otras. En la misma carta tildó a México de “Estado fallido por la ausencia de ley y justicia”.

—El gobierno vino a corromper a las autodefensas metiendo a delincuentes que hoy son un nuevo cártel. Ahí el ejemplo de Los Viagras, que el gobierno los armó y luego los pervirtió —se irrita el padre Goyo, a quien el Obispado de Apatzingán suspendió de su ministerio por seis meses como castigo por su activismo—. También hay presión de la misma autoridad religiosa. Tienen miedo. Su omisión les hace cómplices. Nos han tratado de sacar, de hacernos callar con la amenaza de destituirnos.

***

Otro de los clérigos rebeldes en Tierra Caliente es el padre José Luís Segura, compañero de batallas de Goyo. Los narcos suelen utilizarlo de mensajero para transmitir sus intimidaciones.

—‘Te están buscando como agua al chocolate’, ‘estamos esperando la oportunidad para bajarnos a ese canijo’... José Luís siempre me manda las razones (recados) —bromea el padre Goyo tras abrazar a su colega, con quien coincidió cuando éste párroco de La Ruana, poblado limonero también alzado en armas.

—Ese de ahí, el de rojo, es el policía que me sigue a todas partes —suelta de primeras José Luís antes de escabullirnos del céntrico restaurante.

El padre Segura abrió un corredor humanitario para introducir alimentos a La Ruana, asediada por Los Templarios, después de su destierro en 2013 por parte de los comuneros liderados por Hipólito Mora, estandarte del movimiento de autodefensas; hoy escondido, contando los minutos para que alguien acuda a matarlo.

Cuando el cártel recuperó La Ruana un año después del levantamiento, el padre Segura permaneció como capellán de la comunidad. Los delincuentes se tomaron su venganza. Pasaban toda la noche disparando al aire y rompiendo botellas contra la iglesia, justo en la pared de su habitación. El hostigamiento se intensificaba las madrugadas del sábado previas a la misa dominical.

—¿Por qué cree que no lo mataron? —le pregunto.

—No lo sé, pero seguro que no fue por ser hombre de dios. Eso ni lo respetan. A muchos párrocos los matan por negarnos a casar a narcos o a bautizar a sus hijos, porque incumplen los requerimientos. Es muy aleatorio —asegura.

Pone como ejemplo al joven sacerdote Víctor Manuel Diosdado, ultimado a tiros en junio de 2012, pocas semanas después de suceder a José Luís en la parroquia de San José de Chila, en Aguililla, municipio que vale la pena recordar. Durante el sexenio de Peña Nieto (2012-2018) fueron asesinados 26 clérigos, seis de ellos en Tierra Caliente.

El padre Segura regenta la capilla de Presa del Rosario, un suburbio de Apatzingán de calles sin asfaltar. Cuando lo trasladaron allí en mayo de 2016, los narcos eran amos y señores de la comunidad e incluso organizaban las fiestas santas, a su estilo, verbenas con peleas de gallos y mariachis.

—Además del poder político, judicial, social, han copado el poder religioso. Al principio también trataron de intimidarme, se paseaban armados como diciendo ‘cuidado que aquí estamos’ —cuenta el septuagenario—. Antes salía más en medios (de comunicación), pero yo mismo preferí bajarle, autocensurarme. Tengo que ver hasta dónde puedo decir las cosas para que no me callen.

Callar, en el argot mexicano, “matar”. Ahora utiliza las redes sociales para al menos publicar los incidentes que se producen en su barrio. En una ocasión le bloquearon la página de Facebook y el día que nos encontramos le acababan de cortar internet tras subir una crítica contra el gobierno estatal, al que achaca la imposición de esa mordaza.

—La violencia está muy disimulada en la región. No hay asesinatos en las zonas urbanas, sino rurales. Las autoridades tratan de ocultar la violencia, pero en la periferia hay más asesinatos, extorsiones, secuestros, desapariciones... ayer hubo dos balaceras que ni salieron en los medios. Busco que se sepa —se enfurece José Luís con la misma impavidez que mantiene al repasar su tormentosa vida.

En 2018, cinco municipios de la Tierra Caliente michoacana superaron la tasa homicida de Tijuana, que ese año fue la ciudad más violenta del mundo. Por eso, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) priorizó el despliegue en la región de la Guardia Nacional, corporación que fusionó a militares y policías federales, pilar de su estrategia de seguridad. La tasa de homicidios en 2021, sin embargo, duplicó a la de tres años atrás y Michoacán se situó como el tercer estado con más muertes violentas.

—La gente vive atemorizada, pero es un miedo que ya es cotidiano, soportable y natural. Nadie se sorprende de nada. Suceda lo que suceda, la gente aguanta y callan, porque saben que si denuncian, las matan —describe el religioso la normalización de la crueldad—. Mi función es consolar a esas personas, aunque tampoco diré que un asesinato es voluntad de dios. Siempre voy a las comunidades por muy peligrosas que estén y llevo ropa, alimentos, medicinas. Cuando ya tienen que huir, las oriento y canalizo para que se tiren pa’l norte (expresión común por estas latitudes).

Michoacán también es el estado que más personas exporta a Estados Unidos con unos 85.000 oriundos, el 10% del total de migrantes mexicanos.

Al salir del recinto parroquial nos espera a veinte metros un hombre con pistola en su cinturón. Habla por teléfono, o quizá trata de cubrirse el rostro con el aparato. Otros dos jóvenes observan desde unas banquetas más apartadas, pero no llego a identificar si también van armados.

—No los mires. Ya vete —masculla el padre Segura.

El pistolero sólo termina su llamada y se marcha cuando me subo al coche y me alejo de la plazuela.

***

El zócalo de Apatzingán rebosa de tenderetes por el Festival Internacional de Cine que se celebra en esas fechas. Una multitud pasea entre el bullicioso tráfico. Dos efectivos de la GN, de camuflaje gris y fusiles de alto calibre, pasan desapercibidos a la sombre de un árbol.

Nadie diría que en 2018 se produjeron dos centenares de asesinatos ni que en 2019 fuese el tercer municipio michoacano con mayor incidencia delictiva, en la posición 38 de todo México.

Nadie diría que en la ciudad donde se firmó la primera Constitución en Latinoamérica, en 1814, hoy su población viva con el permiso del narco.

—Nadie diría que estamos en guerra —interrumpe el padre Goyo la panorámica—. Apatzingán siempre será ícono de la delincuencia. Es una tierra pródiga que da en abundancia, pero, si el producto del campo no se paga bien, ¿a qué te dedicas? Ser delincuente sale mejor. Es la carrera que más dinero deja.

Su caldo de cultivo es la falta de oportunidades. Un 78% de sus 130.000 habitantes tenía dificultades para acceder al seguro social en 2010 y la localidad se declaró en “crisis económica extrema” por el cierre de comercios y el desempleo tras los enfrentamientos de 2014, de los que todavía no se han cerrado las cicatrices.

—Además, tenemos al personal corrompido. Hay policías metidos en la delincuencia que reciben dos nóminas. La ley está coludida con el crimen. Es un terreno fértil para el narco —agrega el padre Goyo al volante de su Volkswagen Amarok, una robusta 4x4 con la suspensión elevada, típico del sicariato, para poder meterse por los senderos más abruptos, atender cualquier llamado y, como guasea, “escapar rápido de los malos”.

Hasta hoy le llegan amenazas de muerte, al menos una vez al mes. Una de las últimas vino de un tal Tiburoncillo, a quien le pagaron 10.000 pesos (poco menos de 400 euros) por quebrarlo —otro de los verbos autóctonos para “matar”—. A la semana, el mercenario trató de escapar a Estados Unidos y lo balearon en uno de los túneles fronterizos de contrabando. El padre Goyo lo cuenta jocoso, se mofa del peligro contra su vida, de la posibilidad de recibir un disparo en cualquier esquina o misa.

—¿Para qué me voy a paniquear (asustar)? Todavía temo por mi vida, claro, pero ese riesgo ya nunca se irá. Estoy dispuesto a jugarme el pellejo y a morir, porque esto lo requiere. Tiene que correr sangre para que se arreglen las cosas —recupera una beligerancia que a ratos lo asemejan más a un comandante que a un religioso—. Los delincuentes me tienen miedo, porque saben que soy capellán militar. Atiendo a cinco destacamentos. En cualquier momento puedo tener mil escoltas a mi alrededor. Estoy decidido a caer por la gente, pero tampoco me voy a dejar matar. Trabajo para un buen patrón, que es dios.

En 2016, se apartó un par de años a Ciudad de México frente a la lluvia de amenazas. Estudió en la Universidad Pontificia, donde finalizó su tesis Mística horizontal de ojos abiertos, sobre el deber moral de la iglesia católica para apoyar a los desfavorecidos.

—Hay tiempos que se enrojece más el asunto, se torna la cosa más agresiva. Había que salirse de inmediato, porque mi vida corría peligro. Me fui a la capital para bajar el perfil —alega.

De regreso a su natal Apatzingán a mediados de 2019, puso en práctica las reflexiones de su estudio. Además del albergue, rentó varias hectáreas de tierra en un rancho a las afueras de la ciudad donde los exconvictos (víctimas y victimarios del narco) cultivan chile y limón. Una ocupación que favorece su reintegración.

—Aquí están los más perseguidos. A los que sus antiguos cárteles buscan para matarlos. Trato de mantenerlos más alejados para protegerlos —indica el padre Goyo en un campo cultivado por tres hombres y dos mujeres—. No los juzgo ni les pregunto a qué banda pertenecieron, a cuántos mataron. Mi labor es darles cobijo.

***

—Esto es Irak —repite lacónico el padre Goyo.

La acometida del CJNG y el despliegue de la GN en el centro orillaron a Los Viagras a las afueras de Apatzingán. Instalaron su cuartel en el humilde poblado de Acahuato, una zona bajo su influencia desde el final de las autodefensas. El tramo se conocen como “la carretera de la muerte”, si es que el sobrenombre no ha caducado en el estado con mayor cantidad de matanzas: once en apenas nueve meses, pero los siniestros avalan el sobrenombre: tres asesinados, dos secuestrados, tres detenciones de sicarios, una reyerta y una narcocina desmantelada en apenas tres años y diez kilómetros.

—A los secuestrados los traen para acá. Esta es su sede. La delincuencia siempre busca pueblitos en torno a las grandes ciudades para ocultarse y operar a sus anchas —asegura el sacerdote dando un brusco acelerón.

La serpenteante carretera recorre cada uno de esos episodios. Veinte minutos de un macabro trayecto por los vestigios de una guerra perenne, imperceptible, que se manifiesta sin avisar. Se nos corta el aliento en cada curva a la espera de toparnos con lo peor, pero sólo hay más roca, otro bofetón de sofocante aire, más asfalto, tal vez una señal, más loma yerma. Nada.

Pasamos frente a una de las lujosas propiedades de Francisco Galeana Núñez, alias El Pantera, uno de los siete lugartenientes de Los Templarios. El caserón de diseño californiano y la bóveda con tarima para espectáculos sobresalen entre los anodinos talleres del extrarradio. Los arbustos del jardín engullen los mellados paredones del conjunto abandonado hace tiempo.

El Pantera fue abatido el 27 de febrero de 2014 en un operativo de la policía federal. Se le conoció como uno de los cabecillas templarios más despiadados. Obligaba a sus novias y secuaces a tatuarse una pantera. Las autoridades lo dieron por muerto en una balacera un año antes, pero, tras aniquilarlo de verdad, informaron que en la anterior ocasión sólo fue detenido. Se desconoce por qué o cuándo lo excarcelaron.

—El tipo tenía un emporio. (Los narcos) pagan a muchachitos para que cumplan sus condenas, para que se metan de chivos (expiatorios) en la cárcel y al rato los sacan, porque no tienen pruebas —explica el padre Goyo, quien prefiere no detenerse frente a la vivienda por si dejaron vigilantes para evitar su incautación.

En el siguiente recoveco cruzamos una quebrada de piedras que hace una década era un salto de agua. En una cuneta se estaciona un coche blanco con tres civiles que se comunican por radio al ver nuestro vehículo asomarse. Los halcones ya han avisado del ingreso de desconocidos a su fortín. En esa coordenada, un mes después [el 2 de abril de 2020], delincuentes disfrazados de policías secuestraron a varios conductores, tal y como narró una de las víctimas liberada a los cuatro días.

Los 700 habitantes de Acahuato viven en un alto grado de marginación, aunque por sus callejuelas se vean más pick ups de lujo que transeúntes. En una esquina de la plazoleta se junta un grupo de jóvenes recostados en sus motocicletas. No nos quitan el ojo en ningún momento. El padre Goyo los saluda de lejos.

—Aquí la raza (gente) ya me conoce. Los Viagras me respetan, aunque somos contras. Les interesa llevarse bien con diferentes ámbitos —vacila el párroco para aligerar la tensión que se transpira.

Goyo visitaba con frecuencia Acahuato desde que en 1995 fundase su seminario, pero últimamente ya no viene tanto. Cuando en 2017 se aposentó en esas tierras el Rifle, tuvo que trasladar la institución a otra parte por el peligro.

—Utilizaban el colegio de trinchera. Cuando había combates, se refugiaban como si fuese su búnker. Además, también reclutaban a los niños al salir de clases —bisbisea el vicario—. Por aquí los niños anhelan enrolarse en el narco, su vocación es ser sicarios. Cada vez nos cuesta más encontrar alumnos, porque ha bajado el interés por estudiar.

Hay unos 460.000 menores de edad en las filas del narco, según el propio ejecutivo, más del doble que tres años atrás. Los cárteles han roto cualquier mínimo código ético que pudiesen respetar en la época de las grandes empresas criminales que operaban como multinacionales. La fragmentación de las estructuras y la diversificación de sus actividades delictivas han arrocinado (más si cabe) sus métodos. La semilla ya estaba plantada —seis de cada diez infantes son criados a golpes en sus hogares—, sólo faltaba regarla y cosecharla.

***

Los Viagras eran un grupo de autodefensa que el gobierno armó para integrarlos a la unidad especial de la policía rural que combatía a Los Templarios. Tras cumplir con su misión, Los Viagras asomaron como el cártel “más sangriento y peligroso” del estado, en palabras del gobernador. Forjaron su auge gracias a la subestimación de las autoridades y al juego de alianzas y traiciones tanto con Los Templarios como con los de Jalisco.

—Desde que se establecieron aquí (Los Viagras), han aumentado los pagos de plaza. Primero extorsionaban por los cultivos, luego a los comercios y ahora por el agua —afirma el padre Goyo.

Acahuato es otro enclave codiciado, compuerta entre Tierra Caliente y el Pico de Tancítaro, la zona más productiva para el aguacate. Bajo el mirador se abre una planicie baldía que abraza Apatzingán. Al otro lado, se divisa el verde de un macizo que se pierde en el horizonte. La policía comunitaria que resguarda Tancítaro y sus agricultores me niega el ingreso tras solicitar su autorización por seis meses. Están prevenidos ante los periodistas después de la publicación de varios reportajes con el titular del ‘aguacate de sangre’, que sugieren su posible relación con el narcotráfico.

—La siembra de aguacate en la parte alta ha disminuido el agua que baja hasta acá. Los manantiales se están secando. Esa escasez ha venido a afectar a la economía fuertemente. Antes, se sembraba lima, mamey, café. Ahora, sólo nopal (un cactus comestible) —susurra el capataz local Jaime Álvarez, amilanado durante toda la escueta conversación.

—Los aguacateros han abusado sobremanera de los manantiales. Antes había chorros, cascadas y ahora los ríos se han secado —resalta el padre Goyo—. Y la poca agua que baja, probablemente llegue infectada por los agroquímicos aplicados en las huertas. Sobre esa contaminación y sus afectaciones en la salud tampoco hay estudios concluyentes.

Paradójicamente, Acahuato significa “lugar del agua” en náhuatl y da nombre a la patrona de Tierra Caliente. A su santuario peregrinan cada año miles de paisanos para agradecerle por los favores recibidos, por el agua en sus campos. Durante los noventa, entre los exvotos también acudían narcotraficantes para corresponder a la santísima, pero por sus fructíferos cultivos de marihuana.

La Virgen de Acahuato preside un pomposo altar desde donde al parecer no se alcanzan a oír las plegarias. En 2017, el gobierno reconoció por primera vez la carencia de agua en algunas áreas de Michoacán, por otro lado, la entidad con más agua superficial de México. Citaron a Acahuato y Apatzingán como las localidades más azotada por la escasez. Sus pobladores tienen que comprar el agua de camiones cisternas (pipas) o en garrafones.

—Los delincuentes cobran cuota (extorsión) al repartidor por cada viaje y ellos le suben el precio a la gente. Tienen que escoltar las pipas para que no se las roben —añade el sacerdote.

De ida al pueblo nos cruzamos con un camión de bomberos que acaba de distribuir agua acompañado de dos patrullas policiales. México es el país donde más agua embotellada se consume, pero para las familias de bajos recursos representa un dispendio del 20% de sus ingresos, sacrificio inviable sobre todo en zonas rurales.

—Los Viagras tienen muchos terrenos y huertas (de aguacate) y se apoderaron de los cuatro ojos de agua que abastecían al pueblo. Los campesinos tienen que pagarles para usar el agua. Si te rebelas, te aplican la ley de fuga: ‘O te vas, o te bajamos’ (una expresión más para “matar”) —prosigue.

—Aquí se ha ido mucha gente, han tenido que salirse —interviene Álvarez, mayoral de un pueblo donde a simple vista la mitad de las viviendas aparentan deshabitadas.

No obstante, el jefe de Tenencia insiste en que “todo está calmo”, aunque la sombra del narco es omnipresente y adquiere múltiples rostros. Al inicio de la pandemia Los Viagras repartieron decenas de despensas en la perfiera de Apatzingán. En un video se escucha la voz de uno de los hombres armados:

Esta ayuda que viene aquí, se la está haciendo la gente de Acahuato, Nuestra Señora de la Virgen que viene a regalar una despensa a cada uno. Son los que mandan aquí.

El párroco del vecino Parácuaro denunció que las presiones del crimen han dejado muchos ‘pueblos fantasma’ en varias partes de Tierra Caliente. Michoacán es el tercer estado con mayor desplazamiento forzado, una problemática en México a menudo disfrazada de migración. Un creciente número de estos episodios se relacionan a la devastación de los recursos naturales por parte del crimen organizado. El arzobispo de Morelia advirtió que la contienda por el agua ya había empezado en el estado. “Es una guerra que puede volverse una catástrofe mundial, si no logramos resolver esos conflictos locales”, aseveró monseñor Carlos Garfias en alusión a la apocalíptica frase del Papa Francisco: "Me pregunto si en esta Tercera Guerra Mundial en pedacitos que vivimos, no estamos en camino de la Tercera Guerra Mundial por el agua".

El padre Goyo observa hacia los lados con disimulo antes de aportar su valoración:

—Los delincuentes entregan agua a cambio de estar sirviéndoles y mantenerse callados. Quien tiene el agua, tiene el control. El agua es un arma de guerra que utilizan contra la comunidad.

Cinco jóvenes con pistolas persiguen nuestro vehículo en tres motos hasta que salimos del pueblo. En el mismo retén de la ida, ahora hay dos coches y el doble de hombres. Esta vez nos muestran sus cartucheras.

***

—Hay un vacío de poder, un Estado fracasado. La ley es la impunidad y la corrupción que están en todos los niveles. Hay viudas que pasan hambre porque los cárteles usurparon su negocio familiar —expone desencajado el clérigo—. A una mujer le desaparecieron a trece familiares y no hizo la denuncia a la fiscalía por miedo a que estuviesen involucrados. Fui al primero al que se lo contó. Habían pasado varios meses después y aún miraba alrededor temerosa.

El padre Goyo se pasa el día en la calle de arriba abajo. Sólo regresa a su iglesia para dar la misa de las siete de la tarde.

—A mí no me interesa la viejita comeostias que se la pasa en la capilla, sino los jóvenes que están metidos en las drogas. Hay que salir permanentemente a las periferias a buscar a los descartados sociales, a la gente violentada, al 90% que no vienen a la religión, porque no les ha defendido —se sulfura con aspavientos—. Como iglesia necesito buscar a ese feligrés dolido, para hacer su causa, mi causa.

Pese a las constantes amenazas de muerte, la verja de entrada al recinto sacro está abierta de par en par. En lugar de muro, la fachada son tres portones metálicos. Más que un templo parece un hangar. La única ala del crucero se dejó a medio construir con sus vigas desnudas. El párroco rebelde frenó las obras de ampliación de la Parroquia del Carmen, donde fue asignado tras su retorno a Apatzingán, para invertir toda la financiación municipal en montar el albergue, alquilar la parcela del rancho… y planea comprar un islote en un lago próximo donde alojar un centro de rehabilitación de máxima seguridad.

—Hace tres semanas vinieron al albergue por la noche varios tipos armados que buscaban a uno de los jóvenes. Aquí no es seguro para ellos. El cártel no avisa. Si sabes demasiado, te chingan (el enésimo localismo para “matar”). Además, quiero dedicar un espacio exclusivo para mujeres, que por el momento les toca estar mezcladas —se entusiasma, tan enérgico como cuando blande críticas contra la delincuencia en su homilía desde un austero presbiterio. Aunque se ha concentrado en las acciones caritativas, cada tanto llama a organizar nuevas autodefensas para combatir al narco.

Se apresura en ponerse el hábito blanco y la estola violeta. En el pasillo hacia la sacristía cuelga un retrato de Juan Pablo II como único adorno del hormigón pelado.

—¿Por qué no ponen la imagen de Francisco? —le pregunto.

—El Vaticano todavía ni nos envió la de Benedicto. Aquí no llega el Papa ni en foto.


LA MUERTE,
MÉXICO


La charanda es una bebida alcohólica típica de Michoacán. La primera bodega del destilado de caña de azúcar se inauguró a comienzos del siglo pasado en un céntrico cerro de Uruapan llamado La Charanda (en purépecha, “tierra colorada”).


Como en los últimos veranos, al iniciar la temporada de lluvias se activaron las alarmas por el riesgo de desprendimientos en los asentamientos encaramados en las barrancas. El 13 de agosto de 2019, un recio aguacero desgajó una cárcava y el alud sepultó un domicilio en la falda de La Charanda. En su interior falleció anegado un chico de 16 años.

Una semana antes, otro argayo derrumbó un puente en una carretera cercana. Y en 2010, una avalancha acabó con la vida de 34 personas en Angangueo, al este de la entidad, golpeada por los primeros eventos climáticos extremos motivados por la acción humana. México es el cuarto país del mundo con mayor deforestación desde el inicio del milenio. Ha perdido un tercio de sus bosques y selvas, como asolar con toda Bélgica, Suiza u otras 130 naciones.

—La destrucción de la naturaleza acabará con nosotros, si antes no nos matamos entre todos —vaticina Juan Manuel, que convive con los criminales y su devastación de los recursos naturales.

Ve de cerca a la muerte, no tanto por la edad sino por el peligro: seis ambientalistas asesinados y otros tres desaparecidos en Michoacán, el cuarto estado con más activistas (74) bajo el mecanismo de protección federal.

El primer homicidio de esa índole en 2020 fue el de Homero Gómez González, cuyo cuerpo localizaron sin vida en un pozo agrícola dos semanas después de su desaparición el 13 de enero. El líder ejidal administraba uno de los santuarios de la Reserva de la Biosfera de la Mariposa Monarca, donde suelen pasar el domingo muchos capitalinos. La CNDH indicó que el asesinato se debió a sus esfuerzos por preservar el hábitat del insecto asediado por el narco.

En la reserva donde ejecutaron a Homero, varios comuneros confirman que los taladores se han metido hasta el corazón del área protegida y han notado los efectos. “Antes, el pasto se cubría de mariposas y las vacas se las comían”, me cuentan sobre los millones de monarcas que vuelan cada invierno 4.000 kilómetros para huir del frío en Estados Unidos: uno de los fenómenos naturales más asombrosos del planeta. Su llegada marcaba el tradicional Día de Muertos, pues los habitantes creían que las mariposas eran las almas de sus seres queridos. Pero en el este de Michoacán ya no hay mucho que festejar, el mito se esfumó con el ocaso de la migración.

El 2020 fue el año más violento para los protectores de la Tierra en México, el segundo país con más activistas ambientales asesinados, de acuerdo a un recuento de Global Witness que sitúa a siete países latinoamericanos entre los diez más peligrosos para la defensa de los derechos ambientales.

—Lo más importante para el cuidado del medioambiente es que haya ejemplos vivos de lo que significa la naturaleza —opina el Biólogo.

***

Después de la matanza de una docena de sicarios a menos de cien metros de su casa y la amenaza de muerte, los hijos de Juan Manuel le pidieron que se mudase del Econcentro. Pero, la única medida de protección que tomó el profesor fue sacar sus objetos de valor (un ordenador, documentos y libros) para salvaguardarlos en casas de amigos.

—Mi hijo me llamó en cuanto se enteró de la balacera. ‘No te hagas el pendejo, no seas necio, salte de ahí ya’, me pedía. Se preocupan mucho. Pero, les digo que ahora cualquier parte de Uruapan es insegura —cuenta.

Pone como ejemplo que hace poco paseaba por el zócalo una pareja del CJNG uniformada con sus siglas y las autoridades no hicieron nada, sólo por nombrar lo menos en una ciudad que ha ardido en automóviles quemados por los narcos en respuesta a la detención de alguno de sus jefes.

Otra anécdota en un país acostumbrado a batir récords de violencia hasta rebasar los 300.000 homicidios en quince años; cifras de una guerra en un territorio sin guerra declarada, pero que atraviesa el conflicto más mortífero del siglo XXI sólo por detrás de Siria.


Frente a la adversidad

El Biólogo se resiste a abandonar su bosque,
aunque la parcela ni siquiera sea de su propiedad.
Se resiste a que el crimen organizado arrase sus árboles,
aunque no le aporten ningún beneficio económico.
Se resiste a que sus coníferas dejen de oxigenar a su ciudad,
su suelo se deslave y arrolle a sus paisanos,
su cerro deje de emanar agua y el aire achicharre
hasta ahogarnos.
Aunque seguramente
él ya no esté para verlo.
O tal vez sí.


Juan Manuel se paraliza bajo la copa de un pino retoño. Dice sentir el frescor. Acaricia un tallo con mimo. Las agujas se suavizan entre sus dedos.

—Estoy abierto a todas las opciones, así no habrá derrota posible. Hay jóvenes que están retomando las luchas ambientales, pero asumo que no hubiese un relevo en el Econcetro. Sería una forma de aferramiento pensar que alguien vendrá para seguir protegiendo este bosque. Me doy por bien servido con lo que he hecho —cavila antes de citar al poeta mexicano Octavio Paz: “Basta una sola persona que lea tu poema para entrar en el río de la conciencia”.

Sus palabras suenan a despedida. Afronta con resignación ese ‘adiós’.

—¿Ve cercana su muerte?

—Si no me han matado ya es porque no han querido. Quizá se ablandaron por las imágenes religiosas de los cobertizos; quizá, porque trato de ayudar a la comunidad, o igual pensarán que ya me queda poco y les doy lástima.

—¿Le da miedo vivir aquí solo?

—Me da nervios, pero no miedo. Acepté la posibilidad de morir por la naturaleza, por este lugar. Cuando uno decide morir, está todo claro. Ya se puede seguir viviendo tranquilo —trae a la memoria un consejo que le dio José Manuel Mireles, reconocido líder de las autodefensas que había sorteado las balas del narco, un accidente aéreo y la persecución de varios gobiernos, pero que no pudo sobrevivir al coronavirus.

Juan Manuel escucha a lo lejos a las madres de Arroyo Colorado cuando regañan a sus hijos, ve entre las sombras de una tenue vela, se ducha con una cubeta de agua fría y percibe los incendios en los cerros circundantes. Ya no recolecta sus propios frutos, porque dejaron de florecer, pero apenas come alimentos cocinados. La soledad lo ha vuelto el alma del bosque, pero, sobre todo, una de sus últimas especies.

—¡Mira las clavellinas, son increíbles! —se distrae para olfatear un manojo de flores fucsias que colorean los porches desmadejados.

Hace tres décadas se veían coyotes por el Ecocentro. Su agilidad y pelaje rojizo los camuflaban entre la charanda donde cavaban sus madrigueras. Tan sólo se sentían por su aullido y el destello de sus ojos en la noche. También había venados grises, su animal preferido y sagrado en varias culturas prehispánicas de México; un ciervo sigiloso, de afinado olfato y oído. Por su gran sensibilidad en las pezuñas, únicamente habitan en ecosistemas sanos. Son indicadores de la calidad de conservación del suelo.

Tanto el venado como el coyote están en peligro de extinción en Michoacán.

Sólo el Biólogo sobrevive en la charanda.